En el último mes distintos periodistas, cronistas y colaboradores no han parado de glosar, en todos los medios, la figura del hombre bueno que fue ... mi padre, Luis Movilla Montero, y la importancia de sus logros para la gran ciudad en que Badajoz se ha convertido, la más importante y mejor dotada de Extremadura. En aquellos complicados años 70 y 80 para conseguir recursos «debajo de las piedras», sobre todo en Madrid y Estrasburgo, había que moverse con educación, astucia y orden de prioridades.
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Hoy quiero destacar el orgullo que se siente cuando tu padre, madre, abuelo, o alguien así cercano, dedicó su vida a la enseñanza. Años y años cogido de su mano o caminando junto a él, leyendo sobre él, acompañándoles (también a mi madre) y ver como las buenas gentes, personas de todos los ámbitos y condición social, nos paraban para decirle: «Perdone, ¿es usted don Luis?», o «¡Doña Encarna, mi maestra, está usted igual de guapa! La seguimos queriendo tanto…», «Gracias a usted conseguí lo que soy hoy día», «Usted no me recuerda, pero yo jamás le olvidaré».
Desde mi punto de vista de maestro también, esto me ha ocurrido, pero por supuesto no a su nivel, puesto que mi vida laboral la dediqué en su mayor parte a la comunicación. Observando este hecho con la perspectiva necesaria, lo que verdaderamente tiene peso es aquello que se hace con los niños en esas tiernas edades, sembrando unos valores a través de los contenidos, sí, pero sobre todo con el cariño y el respeto mutuo, algo que hoy se ha perdido en muchas ocasiones. Seguramente por razones transversales y complejas, pero pienso que parte de la decadencia de la formación y la enseñanza radica en esa pérdida en el trato, de atención a la figura del docente y del alumno. La responsabilidad de esto creo que también es transversal (sistema, familias y docentes), ya que a algunos no se les va el «pelo de la dehesa» ni con agua caliente.
Ya desde tiempos inmemoriales en Egipto y su biblioteca de Alejandría, los griegos después… la oralidad del maestro y su destacada intervención en la narrativa de los acontecimientos, saberes y conductas, consiguió que ni siquiera los incendios pudiesen borrar esa transferencia de conocimientos y maneras que hasta hoy nos han llegado. Es ese binomio maestro-alumno el que debemos mimar al máximo, porque en la sencillez y la limpieza de mente de un niño están tantos y tantas soluciones, esperando tan solo que un maestro las cultive y aflore su madurez y progreso en los logros.
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Han sido más de seis décadas observando ese cariño y ese respeto hacia mi padre, «don Luis» es tan solo una manera de transcribirlo; pero que el seguro a terceros de mi casa me envié un fontanero, lea mi apellido aquí en Cáceres y me diga: «¿Usted no será hijo de don Luis Movilla de Badajoz? Es que fue mi Maestro, con doña Encarna, su madre. Jamás los olvidaré».
Si volvemos a valorar y colocar la figura del maestro, el profesor y el docente en el lugar que le corresponde por antigüedad y derecho, habremos rehabilitado al menos parte de este desastre que se nos ha venido encima. ¿No cree usted, don Luis?
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