La más universal de las novelas comienza con aquel famoso «en un lugar de la Mancha…», situando a Don Quijote en un pequeño pueblo de la histórica región española. Porque «lugar» no significa cualquier espacio, territorio o municipio, sino que en el siglo XVII, y ... aun en nuestros días, tiene también la acepción de población pequeña, entre aldea y villa, así reconocida jurídicamente en la división territorial de la monarquía hispánica. Aunque Cervantes no quiera acordarse del nombre del lugar, sí bendice con una nota rural, de pueblo chicho, la vida y pertenencia de su más genuino personaje. Entre tapias, casonas blancas y lúgubres estancias habita el erudito hidalgo, leyendo sin cesar y aumentando en igual medida su locura y su erudición. Desde entonces se reforzará el vínculo entre ambas en el pensamiento occidental, como metáfora de que el conocimiento nos lleva a las periferias de lo ordinariamente considerado como normal, habitual y reglado. La heterodoxia en el comportamiento de Alonso Quijano es la extrañeza del erudito de pueblo, de lugar manchego, ante el desorden humano y la irracionalidad misma de una sociedad que se adentraba en la modernidad. Nosotros hoy, ya insertos en ella o escapando de ella, seguimos encontrando quijotes por doquier, eruditos locales que se niegan al sometimiento servil de lo ordinario.

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Nuestros heterodoxos rurales perpetúan y conservan la herencia civilizatoria de lo mejor de la cultura con esmero, sosiego, humildad, sin aspavientos, a veces sigilosamente, pero de manera continua, constante. Esos cronistas oficiales de las villas extremeñas, que con su trabajo diario mantienen viva la historia de sus pueblos, sobre la que la historiografía oficial y de lustre, urbana cómo no, apenas se acerca a los confines. Esos poetas, escritores e historiades de vocación, que a veces sin título que colgar en sus despachos, alimentan la vida cultural de cientos de municipios y la dignifican manteniendo viva la llama del conocimiento. Gentes como Joaquín Beltrán, de San Vicente de Alcántara, que nos acaba de dejar legándonos, a su vez, una ingente contribución a su pueblo.

Escritor, director de teatro y dramaturgo (lean su 'Tres gotas de sangre'), impulsor de la Semana Santa sanvicenteña y de la fiesta del Corpus Christi, Beltrán estaba detrás o al lado de cada una de las actividades culturales de su localidad. Desde la periferia espacial, desde la ciudad del corcho, retrató a sus gentes humildes y trabajadoras, a sus historias de resistencias. Con una prosa dramática valleinclanesca, combinando registros y hablas populares, parecía dotar de palabras sonoras y vivas a los cuadros terrosos de otro gran sanvicenteño, el pintor Godofredo Ortega Muñoz. Letras con sabor a encina, letras de compromiso de un hidalgo de la cultura cuya temprana muerte deja huérfano al pueblo, a su San Vicente amado, de un Don Quijote extremeño y rayano singular. Representar sus obras y recordar su legado es el mejor homenaje que pueda hacérsele a quien tanto dio y debió a un lugar extremeño de cuyo nombre sí nos queremos acordar.

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