En las piedras de Cáceres es donde quizá mejor se ve el tránsito entre la 'edificación' y la 'arquitectura', distinción hecha en su día con ... acierto por el gran John Ruskin. La edificación sería la pura técnica, la necesidad material de construir un espacio vertical que demuestre cierta funcionalidad. La arquitectura, en cambio, sería aquella edificación que ya incorpora elementos ornamentales y que canaliza esa necesidad material a través de una estética particular, armoniosa con el entorno y con el resto, también, de necesidades humanas y naturales.
La belleza de la Ciudad Monumental refleja a la perfección este cambio, donde los palacios comenzaron a ser edificados y terminaron siendo ejemplos de arquitectura. Se iniciaron con los ojos puestos en la defensa, en la guerra y en la incertidumbre tardomedieval, y se completaron en el esplendor de seguridad de un Renacimiento preocupado por las formas y la armonía. Esas «calles conventuales», como definía Umbral a las rúas salmantinas, rebosan belleza buscada, interesada, no fortuita o accidental.
Lo curioso, sin embargo, es que recordemos los palacios por los nombres de sus familias nobles, aristocráticas o hijodalgas, y que nunca hagamos referencia a quienes los construyeron de verdad. «En estas piedras hay dolor, hambre y sangre… Piedras que no son nombres por quien las mandó colocar, sino por tanta mano sierva como las levantó», afirmaba Víctor Chamorro en su 'Extremadura, afán de miseria', recordatorio perenne de la condición de la que partimos y a la que no deberíamos, nunca más, volver. El cansancio de siglos del campesino, del obrero, del albañil, del siervo, del trabajador, del artesano, del esclavo, de los humillados y ofendidos, de aquellos olvidados por la Historia que hicieron posible, sin embargo, que esta se escribiera con mayúscula. Los soldados que cayeron en la batalla, y no los generales que recibieron las medallas, son quienes de verdad han surcado los siglos que nos preceden con la sangre derramada de sus venas.
Sí, Cáceres es un ejemplo bello, uno de los más bellos, de la arquitectura europea de las formas, de la arquitectura que para Ruskin debía mantener la armonía de la preocupación estética, tan despreciada en esta actualidad líquida, funcional, fría e hiperbólica. Pero para no olvidar en qué esfuerzo se sustenta tanta belleza, tanto trabajo, no estaría de más reabrir y poner en valor el Museo del Movimiento Obrero de la calle Olmos, en la antigua Casa del Pueblo de la UGT. Rodeado de palacios, enclavado en la Ciudad Monumental, incrustado entre casas solariegas y blasones, el Museo nos recuerda a los protagonistas de la intrahistoria verdadera, del devenir de los siglos y de los esfuerzos titánicos de los de abajo. Que aquellas piedras fueron levantadas por ellos, por ellas, por los de siempre, y que si lo olvidamos puede que acaben esas mismas piedras cayendo sobre nuestras espaldas. Y no sería la primera vez.
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