
El silencio de los buenos
Hoy, los buenos parecemos no querer rebelarnos, solo vivir y disfrutar de nuestra indiferencia
Gabriel Moreno González
Viernes, 11 de abril 2025, 07:39
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Gabriel Moreno González
Viernes, 11 de abril 2025, 07:39
En julio de 2013, ante la muerte de cientos de emigrantes en nuestro Mediterráneo, el Papa Francisco llamó en la isla de Lampedusa a combatir ... la «globalización de la indiferencia», la generalización y extensión del nihilismo indiferente frente al dolor, la injusticia, el desprecio, el abandono y el olvido de los «humillados y ofendidos», como los llamara Dostoievski en una de sus mejores novelas. Similar a ese «silencio de los buenos», del que habló Martin Luther King sobre las mayorías que, con su silencio, aceptaron tácitamente o por lo menos toleraron la desigualdad y la discriminación raciales.
El silencio de aquellas clases medias, de aquellos alemanes que, durante el nazismo y sabiendo perfectamente lo que ocurría a su alrededor, llegaban todos los días a sus casas con sus familias y comían, cenaban, bailaban y reían sin hacer nada frente al genocidio, el totalitarismo y la máquina de deshumanización de un sistema irracional por excesivo racionalismo. En el olvido de los fundamentos de la libertad y de la necesidad de su cultivo y cuidado constante reside la causa de la tiranía, y lamentablemente vivimos en tiempos de demasiados olvidos, de amnesias colectivas sobre las raíces últimas de los principios esenciales que deberían presidir nuestros modos de vida y nuestras degradadas democracias.
Tácito hablaba de una «inertiae dulcedo», de una «dulce inercia» que impelía a la ciudadanía romana de la época a la autocensura y a la asunción acrítica de excesivos límites en su otrora libertad por causa del miedo, del poder. Pocos eran los valientes que se atrevían a alzar la voz, a denunciar la tiranía y el olvido, también colectivo, de la vieja «libertas romana». Los que lo hicieron cayeron asesinados por los dictadores, príncipes y emperadores, por los Sila, César, Octavios o Tiberios que se sucedieron y sobre los que el poder ha construido su propia idealización simbólica. Por eso los padres del constitucionalismo liberal, piedra primera de nuestras democracias, se fijaron en aquellos pocos hombres y mujeres valerosos que lucharon y superaron la «dulce inercia» de sus tiempos tiránicos: la joven Lucrecia, Cincinato, Catón el Joven, Bruto… aquellos que no se callaron frente a la tiranía y la maldad de los poderosos.
Hoy, los buenos parecemos no querer rebelarnos, solo vivir y disfrutar de nuestra indiferencia. No nos preocupa el «¿quid est veritas?» de Pilato, el «qué es la verdad», porque la hemos marginado de nuestro horizonte de acción. Nos es, simplemente, incómoda. La verdad del cambio climático, de la matanza de los inocentes en Ucrania, Palestina, Siria, Sudán o Líbano, de la injusticia de toda desigualdad social, de la profusión de las autocracias que a oriente y occidente se refuerzan cada día. Dice Pedro Olalla en su 'Grecia en el aire' que «no puede construirse un mundo diferente en una sociedad indiferente». Abandonemos la indiferencia para preservar nuestro legado común, las verdades esenciales sobre las que se asientan los fundamentos de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de la democracia que, desde nuestra apática somnolencia, parecemos haber olvidado.
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