Escucho a políticos y ciudadanos periféricos despotricar de las elecciones madrileñas. Están hartos de Madrid. O quizá solo están hartos de que Madrid monopolice la actualidad española y, además, de que muestre su peor cara: la bronca monumental en que se ha convertido su ... campaña electoral.
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No es mal momento para reivindicar que 'en provincias' se vive mejor. Menos cabreados. Hace tiempo que caducó la idea de que quien no triunfaba en Madrid (o al menos no vivía en Madrid) no era nadie. Aunque muchos madrileños sigan presumiendo de que viven en la capital, en el cogollo donde se cuece todo (como si ellos fueran parte de la elite que decide), los 'provincianos' ya no le compran tan fácilmente la idea. En Madrid se vive bien solo si tienes mucho dinero. Y ya sabemos cómo están hoy los sueldos.
En esta campaña nos hemos dado cuenta de que en Madrid, no solo no están siempre los mejores, sino que a menudo está lo peor de la política.
Todas las campañas electorales tienen su dosis de basura. Basta consultar la hemeroteca para encontrarse con insultos entre políticos que sonrojan a cualquier ciudadano sensato. Pero en esta ocasión se ha elevado tanto el tono que se corre el riesgo de entrar en pendientes peligrosas. La propia elección de los eslóganes ya es un despropósito: Comunismo o libertad, por un lado; democracia o fascismo, por otro. ¿Qué será lo próximo, Gulag o libertad, democracia o Auschwitz? Todos sabemos que los primeros que no se creen esas dramáticas disyuntivas que proponen al elector son los inventores de los lemas. Ni la democracia ni la libertad están en juego en las elecciones de Madrid. Quien no vote a Ayuso no está dando su bendición al comunismo estalinista, y quien opte por dar la espalda a Gabilondo no aplaude que las tropas de Franco tomen de nuevo Madrid. Lo saben de sobra los partidos, pero juegan a radicalizar a los ciudadanos porque creen que eso les da réditos.
¿Habrá electores que caigan en la trampa? Es posible. Solo hay que recordar el envío de cartas amenazantes para detectar el nivel de crispación a que se ha llegado. También habrá quien, cínicamente, defienda que, una vez celebradas las elecciones, estas inflamaciones retóricas pasarán y se olvidarán como se olvida una borrachera durante la que se han hecho y se han dicho cosas que uno nunca ni haría ni diría en estado de sobriedad.
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Sin embargo, esta campaña incendiaria tiene sus riesgos. No es inocente. El historiador José Álvarez Junco comparaba hace unos días en un artículo en El País esta retórica con la previa a 1936. Concluía que, por descontado, España no vive hoy una situación similar. No hay las desigualdades de entonces. Pero alertaba de que cuando se empieza a mandar anónimos con balas y los ánimos se inflaman, no se sabe dónde se puede acabar.
Quizá el único consuelo al que nos podamos agarrar ante este encanallamiento de la política es que el clima irrespirable de Madrid no ha contagiado, de momento, a la mayoría de las autonomías. En Galicia, Andalucía, Asturias, Castilla y León o Extremadura no se vive la política de esa manera. Sus políticos, estén en el gobierno o en la oposición, no han traspasado las líneas que sí parece que se han desbordado hace tiempo en Madrid.
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Quizá es que la política, como el aire, es menos tóxica en la periferia, en esas provincias que los capitalinos desprecian.
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