En una sociedad y en un tiempo, en los que predomina lo material y visible, hablar de valores puede parecer raro y fuera de lugar. ... Y sin embargo, hay que hacerlo, porque detrás de cada decisión, individual o colectiva, hay una base o presencia –a veces imperceptible– de valores que la sustentan. En cualquier elección que hacemos, sobre todo las que atañen al ámbito social y político, aparte de los aspectos materiales y más cercanos, nos fijamos también en la credibilidad, honradez y confianza, que nos merecen quienes abanderan las consultas o se presentan a unas elecciones.
Ante la consulta que se celebrará el 20 de febrero sobre la unión entre Don Benito y Villanueva de la Serena ya se ha puesto de manifiesto uno de esos valores: la audacia, que es saber a dónde se va, reflexivamente y con proyecto en mano. Así es, las corporaciones municipales de ambas ciudades, unánimemente (muestra asimismo del valor de la unidad) decidieron iniciar el proceso de unificación. Podían no haberlo iniciado y mantenerse cada cual en su puesto, sin otras miras que el ejercicio cotidiano y eficaz de sus obligaciones. Sin embargo, no lo han hecho y, además, han querido que su decisión (hay que recordar que suficiente para iniciar el proceso de unión) fuese ratificada por los ciudadanos y con un porcentaje (66%) significativo. Los que hemos participado, en mayor o menor medida y en otros ámbitos, en consultas y decisiones de este tipo valoramos la audacia y la valentía de quienes han antepuesto el bien general al interés particular, a sabiendas de que su propuesta redundará no tanto en el bienestar suyo como en el de las generaciones futuras. Audacia y desprendimiento se llama eso.
Por otra parte, mi interés no es abundar en los beneficios materiales y palpables que conllevaría tal unificación. Ya han sido puestos de manifiesto por desinteresados especialistas en economía, demografía o sociología. Mi reflexión va encaminada a la presencia de valores que se dan cita en dicha consulta. El valor primero y principal es la de la generosidad, es decir, no pensar en uno mismo y en la realidad actual de quien tiene «la vida hecha y asentada», sino mirar al futuro, más o menos inmediato, de las generaciones venideras, que con la unión tendrán un futuro más esperanzador, en medio de la zozobra que en todos los ámbitos les atenaza. No es lo mismo decidir algo para hoy, en medio de una conformista y cómoda realidad, que hacerlo para un mañana, más o menos próximo. Decidir el futuro de otras generaciones es una inmensa responsabilidad.
Cuando se tiene una actitud generosa y participativa, uno se siente satisfecho y se da cuenta cómo irrumpe –a nivel individual y colectivo– una energía insospechada, unas ganas de «comerse el mundo». No hay triunfo mayor que crear modos valiosos de unidad. Al ser generosos y solidarios, creamos un campo de juego común, un ámbito de libertad, de intercambio, de comprensión y de entusiasmo. Es ahí donde adquiere toda su fuerza las palabras del comediógrafo latino: «Soy hombre: nada de lo humano me resulta ajeno». Es de ahí de donde nace el espíritu de cooperación y participación.
La generosidad se opone al egoísmo, como la magnanimidad («de ánimo grande») es contraria a la estrechez de miras. El hombre generoso se desprende de lo que considera «suyo» con afán de cooperar y participar en la configuración de vínculos de convivencia. La generosidad es un valor porque nos ofrece posibilidades para realizar nuestro verdadero ideal como personas: la creación de modos elevados de unidad. La facilidad para dar y darse es un modo de ser que nos facilita la unión con los demás. Suele decirse que «la unidad hace la fuerza». Nada más cierto. Pero hay que agregar que la unidad no es un mero medio para conseguir poder, en uno u otro aspecto. La unidad (contraria a la uniformidad) es, en sí misma, una meta en la vida humana. Esta forma de unión comprometida que proporciona la generosidad nos permite descubrir el sentido de la vida de los demás y comprenderlos, situándonos con empatía en su lugar, ver su vida desde su propia perspectiva.
Es fácil entender que en consultas como esta, de unificación de ciudades y ciudadanos, aparezcan, como producto natural del individualismo o de la idiosincrasia mal entendida, personas que apelen a la posible pérdida de formas particulares y propias de vida, tradiciones o «maneras de ser» de cada grupo de habitantes. O incluso aludan a la pretendida superioridad de unos frente a otros: «Somos más», «tenemos más riquezas», etc. A ellos les pido que lean con atención lo dicho anteriormente y actúen con altura de miras. Y si no, que atiendan a lo que desde hace muchos siglos nos dejó escrito Esopo en una de sus fábulas: «Había un hombre muy viejo, que tenía muchos hijos. Estos estaban enemistados y no se hablaban entre sí. A pesar de sus muchas recomendaciones, no conseguía con sus argumentos hacerles cambiar de actitud. Decidió que había que conseguirlo con la práctica. Les pidió que le trajeran un haz de varas. Cuando hicieron lo ordenado, les entregó primero las varas juntas y mandó que las partieran. Aunque se esforzaron, no pudieron. A continuación, desató el haz y les dio las varas una a una. Al poder romperlas así fácilmente, les dijo: Pues bien, hijos, también vosotros, si conseguís tener armonía y estar unidos, seréis invencibles, pero si os peleáis, seréis una presa fácil». Y termina el fabulista diciendo: «La fábula muestra que tan superior en fuerzas es la unidad y la concordia como fácil de vencer es la desunión y la discordia».
Hace unos días, comentando con un compañero de la facultad, natural por más señas de Villanueva de la Serena, el tema de la unificación de nuestras ciudades, salieron a colación las luchas partidistas y provincianas habidas en otros tiempos en el ámbito universitario y social. El momento crucial y hasta dramático fue la creación de la Facultad de Veterinaria: se llegó a solicitar «una autonomía provincial». Vergüenza y bochorno puede causar hoy leer lo que se decía y se acordaba entonces en plenos municipales y provinciales, y cómo los egoísmos, la desunión, la cortedad de miras y la falta de generosidad hacían presentes, una vez más y como algo incrustado en lo hondo de nuestro ser, los versos de Francisco Gregorio de Salas: «Espíritu desunido / domina a los extremeños;/ jamás entran en empeños / ni quieren tomar partido;/ cada cual en sí metido / y contento en su rincón...». El 20 de febrero próximo es una excelente ocasión para romper, una vez más, con esa fatídica profecía: el destino no está determinado de antemano, sino que lo deciden los ciudadanos. Con generosidad hacia la unión.
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