El primer encuentro se produjo un día de 1979 cuando, en un arrebato sensiblero, me dio por escribir algo sobre un asunto local que entonces ... califiqué como de altísimo valor. Debió ser la noticia de recorrido más bien escaso porque, si les soy sincero, ni tan siquiera recuerdo de qué iba aquella mi primera incursión, con la máquina de escribir, en el campo de batalla de los folios en blanco. Sin embargo, en la coqueta delegación que en Mérida mantenía abierta, en la calle San Francisco, el diario HOY, me recibió un señor maduro, de rostro amable y maneras templadas, menudo de hechuras y elegante en el vestir (trajeado sin estridencias, con corbata estampada en tonos discretos a juego con la chaqueta). Se presentó como Miguel Manzano. Miguel sabía, y mucho, de mi familia –nada extraño en la Mérida de entonces– y no sé si por esa razón o, como me dijo él, porque el tema y mi forma de tratarlo daban pie a que mi texto llegara a los lectores, lo escrito no cayó en balde. Dos días después mi primer artículo vio la luz, en la paridera creativa del HOY, por vez primera. Yo, aquel día, sentí lo que vive un padre cuando se topa con el rostro de su retoño. Un subidón inenarrable que le debía, en buena medida, al bueno de Miguel, mi valedor y héroe. Con el tiempo tuve otros avalistas en esta casa: Raúl, Joaquín, Vicente, Pepe, Mercedes, Celia… pero, como ese primer amor que jamás se olvida, Miguel Manzano fue el que marcó con candente hierro, junto al poeta Rafael Rufino Félix Morillón, mi pasión por la escritura y los libros.
Este hombre sencillo, cordobés de Bujalance, hijo de la República, tuvo una infancia acre, propia de los chavalillos que no jugaron a la guerra sino que la vivieron en primera persona. Se formó en la España laboriosa y famélica en ideales del franquismo. Escolapias de Bujalance, Salesianos de Córdoba, licenciatura en Filosofía y Letras en Granada. Entra como técnico interino de la Administración del Estado en el flamante Ministerio de Información y Turismo en Madrid, a cuya cabeza estaba una de las cabezas del Régimen, el incansable e impetuoso Manuel Fraga Iribarne. Hombre de provincias, la capital del reino no resultó almíbar del gusto de Miguel y, aunque la plaza que se le adjudicó inicialmente estaba en Ciudad Real, recaló en Mérida al estar vacante el puesto de técnico de la pequeña delegación que el Ministerio tenía en la ciudad, primeramente en dependencias del colegio público ‘Trajano’ y, después, en la Casa de la Carnicería, en la calle El Puente. Fue aquí donde obtuvo por oposición su plaza de funcionario de carrera.
Y si Mérida es cruce de caminos históricos, la vida de Miguel confluye aquí en los años 60 con la de una serrana salmantina, Angelines Sánchez, catedrática de Griego en el instituto ‘Santa Eulalia’. Ave rara en un claustro de profesores integrado de forma mayoritaria por hombres. Con ella conforma la que habría de ser su obra cumbre: la familia.
Pero, mientras, como director provincial de Turismo aborda la labor de incluir en los circuitos a una tierra ajena al éxodo de nacionales y extranjeros hacia el sol de las playas y, además, acepta llevar las oficinas del veterano rotativo HOY en Mérida, como también de la agencia de noticias Colpisa, fundada por Manu Leguineche –entonces ambas empresas en el Grupo Correo–. Toma el testigo de la vieja escuela periodística que, en esta ciudad, estaba representada por plumas como las de Tomás Rabanal Brito o Santos Díaz Santillana. Junto a Fernando Delgado, retrata el ambiente que se vive durante el ocaso de la Mérida industrial y el bullir de la transición de esta ciudad a capital de una nueva comunidad autónoma, con el desembarco en su Asamblea de políticos veteranos o con la «L» de prácticas puesta en sus idearios.
Con el advenimiento de la Junta de Extremadura, es transferido a la entonces Consejería de Turismo, Transportes y Comunicaciones. En una región en la que estaba casi todo por hacer, las infraestructuras turísticas, rudimentarias entonces, recayeron en Miguel, en especial en lo que atañe a las empresas del sector. Casualmente sería con una consejera que lucía un apellido idéntico al de Miguel –de nombre María Emilia–, con quien el héroe sentaría las bases de lo que hoy es uno de los pilares de la economía extremeña: el turismo. Por incompatibilidad, tuvo que abandonar su querido periódico, centrando sus esfuerzos en lograr para la comunidad autónoma un ordenamiento turístico armónico en subsectores como los campings, los balnearios o el turismo rural, en este caso estuvo muy vinculado a la creación de la Red de Hospederías. Él, junto a otro grupito de empleados públicos –en el que Trinidad Lechón tuvo un papel destacado–, se encargaba de plantar en Fitur o en otras ferias del sector un pabellón extremeño digno, cuando las técnicas de promoción, la infografía y las tecnologías digitales estaban en mantillas.
En Mérida fue uno de los fundadores del Centro de Iniciativas Turísticas con una doble finalidad, en unos años donde apenas de salía del terruño, animar a los emeritenses a viajar como fórmula de convivencia y conocimiento; por otra parte, dar a conocer allá donde fueran los excursionistas las excelencias de la propia ciudad y de la región.
Con su característica bonhomía se gano el cariño de los empresarios –demostrado, por ejemplo, con la entrega a Miguel de la Medalla de Plata Nacional de la Red de Balnearios de España– y de sus compañeros, entre los que, por fortuna, yo llegué a incluirme. La Junta era muy magra en personal a inicios de los 90, casi todos nos conocíamos, compartiendo experiencias bis a bis, sobre todo entre los funcionarios de Cultura y los de Turismo.
Así fue este héroe, cuya épica fue luchar por la familia, su periódico y esta región con el arma de los hechos y la estrategia del anonimato.
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