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Cuando el Congo no me dejó conocer a una mujer
Javier Cruces
Viernes, 10 de mayo 2024, 07:50
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Javier Cruces
Viernes, 10 de mayo 2024, 07:50
Lo bueno que tiene Madrid en un puente como el del 2 de mayo es que la gente de bien se marcha a las provincias. Lo malo, par contre, es que se satura de turistas de muchos países, que todos gritan en francés y yo ... quiero ser exactamente como Napoleón, pero al revés. Esa misma mañana del 2 de mayo acababa de comprar el último libro de Jabois; miraba de reojo entre Ópera y Sol para ver si algún monsieur dejaba una mesa libre y tomarme un vermú con Valentina Barreiro, protagonista que aún no conocía.
Alguien se levantó a lo lejos. Una señora mayor percibe lo mismo y se afana por coger la mesa también, pero la edad tiende a relajar las ganas. Hago una mueca pidiendo disculpas de mentira porque no me arrepiento de haberle robado el sitio a una mujer mayor. Sentado, me perdono pensando que en el metro sí le hubiera cedido el asiento, que la amabilidad es, a todos los efectos, situacional y que tenerla en exceso es tener exceso de ingenuidad. También sospecho que, seguramente, la señora se habrá acordado mucho de mi madre y lamento seguir fumando con treinta y tres: «Ojalá llegar a la edad en la que insultar a todo el mundo está permitido». Todo eso pensé en un segundo.
Así las cosas, me pedí mi vermú y me quedé mirando sin ver. Alguien capturó mis ojos a lo lejos y vino a devolvérmelos. Se acercaba sonriendo. Era la suya una melena castaña que arañaba los hombros; guapa, por eso no reparé en su camiseta de Acnur. Se puede huir del hacha de Jack Torrance, pero no de un veinteañero que curra en una ONG. Entonces hice algo muy mío, que es emocionarme con mis presunciones y equivocarme en todas ellas. Mi yo cinéfilo deseó que viniera a poner sobre la mesa una juerga romántica, un «fuguémonos, nunca nos encontrarán» (qué se yo) y no a pedirme una suscripción de quince euros al mes para el Congo.
Para sorpresa de nadie, era lo segundo. Mientras me explicaba lo que era una organización sin ánimo de lucro y tener un sueldo a comisión, me vino a la cabeza eso de morirse («¿Qué pasaría si me muriera ahora mismo, si, de buenas a primeras me desconectan el cable y mi cabeza cae como un balón medicinal sobre la mesa? ¿Alguien gritaría? ¿Se beberían mi vermú?, me costó 4,80»). Valentina me vigilaba desde la portada del libro. La chica se desvivía por su trabajo; hablaba por los codos, yo perdía el interés y quise volar para cazar algunas palabras que mariposeaban: «pobreza», «comedores» y otras. Ella movía los labios como una presentadora en mute y recordé, entonces, lo que le dije a mi amigo Adrián el día de antes: «Yo creo que me voy a morir joven, como Kurt Cobain, aunque solo sé tocar 'Let it be'».
Con todo, es en estas situaciones donde uno lamenta haber aprendido a decirle sí a los desconocidos y no a los más cercanos, cuando la justicia del amor familiar o romántico nos sugiere lo contrario. La impostura de lo simpático. Mentir como calmante del rechazo. No supe decirle que no hasta que me pidió el número de cuenta. Setenta veces siete y una más. El 2 de mayo fue el día en que no conocí a Valentina Barreiro pero sí busqué en Google cual es la capital del Congo.
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