En la Navidad de 2014 V. y yo compartíamos un banco y dos litronas en el 'Miradouro de Santa Catarina' de Lisboa. Los miradores de esa ciudad tienen una mística que entumece, como mirar al fuego o intentar estudiar un recreo de primaria hasta arriba ... de malas intenciones. Nunca es la misma llama, tampoco el mismo niño y, en un mirador de Lisboa, nunca es el mismo guiri porque se esconden para dejar paso a otros nuevos, como los mecheros. V. y yo empezábamos a tener experiencia en mirar al fondo, en no hacer nada como Fernán Gómez, en solucionar el mundo con poco esfuerzo, un trago y camaradería.

Publicidad

Charlar con V. en aquel lugar abierto daba una paz semejante al jornalero que lava su cara tras la faena. En cierto momento, un mendigo con una mochila de montañero se acercó a nosotros. «Me va a pedir tabaco», refunfuñé. «En Lisboa la gente fuma mucho y compra poco». Nos preguntó de dónde éramos y casi le digo de Calahorra porque siempre me ha hecho gracia como suena. Dejó la mochila en el suelo y se sentó tras pedir permiso. Mientras nos hablaba de esto y aquello con gestos tranquilos, yo pensaba que no había cosa que enamorase más que la naturalidad porque me vi ofreciéndole un cigarro, aunque también fuera cierto que nunca ha existido mejor improvisación que la que se ensaya.

«Não, obrigado». Tras rechazar también un trago de cerveza y dinero para cenar con una sonrisa incómoda, como si yo le hubiera visto pinta de pobre, dijo que todo lo que necesitaba lo tenía en su mochila. Aquella cara de haberse pasado la infancia puliéndose la salud me hizo sentir curiosidad y quise desnudarle, adentrarme en su mochila. Todo lo que un mendigo quiere ocultar, lo lleva en una mochila él mismo, mientras que la del rico siempre la carga otro. «¿Qué llevas?», pregunté.

«Livros, amigo». Sacó a Neruda. «Meu favorito». Me acordé de Camba, que satirizaba al decir que había que alejarse de los poetas porque terminarían por humanizarnos. Un despropósito. Antes de marcharse nos contó que había trabajado por toda Europa, que hablaba cinco idiomas y que un día, sin darse cuenta, durante la construcción de un estadio de fútbol, se le cayó una viga en la espalda. Fue su fin. Nos agradeció la charla y desapareció entre alemanes hasta las trancas de Sagres.

Publicidad

V. y yo decidimos que volveríamos el 24 de diciembre al mirador para llevarle a cenar con nosotros, pero se había convertido en el fantasma de unas navidades inciertas. Meses después, en una de mis visitas al Barrio Alto, callejones que emborrachan con solo el decir de su nombre, vi su mochila a lo lejos. Me acerqué a zancadas porque llovía con rabia: «Te buscamos el 24». Sonrió sin decir nada, me cogió de la mano y deslizó el escapulario de una virgen que no alcancé a reconocer en el momento. Desde aquel día pienso que la navidad también es un segundo, un gesto, una frase: «Que te traiga la misma suerte que a mí», dijo en castellano. «No sé si quiero tu suerte», bromeé. Se marchó sonriendo calle arriba porque, quizás, él siempre estuvo convencido de que la pobreza no es cuestión de dinero. En cuanto a mí, me detuve en seco y apreté fuerte mi virgen de plata al percatarme de que nunca llegué a preguntarle su nombre.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Escoge el plan de suscripción que mejor se adapte a tí.

Publicidad