Cada vez que cruzo el puente desde Carabanchel hacia Puerta de Toledo pienso en que soy tan extremeño que pasear por Madrid me resulta normal. Esto no es por hábito de llevar mucho tiempo callejeando entre gatos, sino porque hay mucho de aquello aquí. Si ... Pérez Reverte dijo que una ardilla puede recorrer España de norte a sur saltando de gilipollas en gilipollas sin tocar el suelo, Madrid es el lugar perfecto para hacer lo propio de extremeño en extremeño.
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Yo no salto sobre personas porque me da miedo caerme, pero sí me gusta pasear por la ciudad: escudriñarla, mendigar miradas, sostenerlas, retarlas. Encuentro más interesante lo que ocurre en la calle que en el trasiego de un piso sin metros. Últimamente escucho en bucle 'Wonderwall' de Oasis y ruego al viento más calma porque he empezado a peinarme. En una entrevista (no sé a santo de qué), el actor británico Luke Evans dijo que amaba España porque, aquí, los desconocidos se miran a los ojos al cruzarse por la calle. «The eye contact», dice, gesticulando vehemente. Una de las formas de soledad es que nadie te mire a los ojos. Londres siempre estuvo un poco nubosa, un poco vacía.
Esa tarde de viento en la cara iba a Las Ventas con antiguos alumnos que ahora frecuentan universidades; expertos todos ellos en tauromaquia y muy de acuerdo en que un tal Roca Rey es un torero populista que vuelve locas a las niñas pijas. Los profesores iban a ser ellos y, por tanto, yo el alumno. Así pues, aproveché para no prestar atención y fumar con mucha paz. Toreaban los extremeños Miguel Ángel Perera, Emilio de Justo y Ginés Marín (nacido en Jerez, pero pacense de finca) y yo no sabía lo que era una muleta.
Estando yo en las antípodas de ser hooligan de cualquier cosa, cuando vi a Emilio de Justo colgarse en el hombro la verde, blanca y negra después de triunfar, quise gritar «Viva Extremadura, coño» por esa sensación tan materna que es decirle al de al lado que el chaval de la trompeta es tu hijo en el certamen de navidad del colegio. Quería compartir pizcas de su grandeza y, si no, al menos los kilómetros porque los dos fuimos a Madrid para conquistarla, pero a mí aún me cuesta mirar por encima de los bares de la calle Ponzano.
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La noche terminó con una cena en una mesa alargada, como de banquete vikingo, atiborrándonos de croquetas de rabo de toro, voceando los pases, balbuceando con la boca llena; en fin, importándonos muy poco la vida. Unos cuantos animaron a otro a enseñarme una foto de su novia en el móvil. El chico era de piel pálida fantasmagórica y su sonrojo abiertamente visible. «Es guapa, ¿verdad?». Le di una palmada en la espalda, lamentando de pensamiento, porque el amor adolescente nunca me ha invitado a otra cosa: «Más que tú», bromeé.
La tarde en la que Emilio de Justo casi corta una oreja y Ginés Marín mató al toro de aburrimiento, aquellos chicos me devolvieron a los veranos de Azuaga, donde nos enamorábamos a mitad de junio y madurábamos a principios de septiembre.
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