Vivimos en una sociedad un tanto neurótica, individualista, con prisas, en la que cada uno va a lo suyo (menos yo, que voy a lo ... mío), en la que la sonrisa brilla por su ausencia. Y si hay algún saludo, no pasa del rutinario «buenos días» que nos envían por WhatsApp. El pesimismo entristece. Quien juzga que todo está perdido y no ve sino calamidades en el porvenir, por fuerza ha de estar dominado por un sentimiento de tristeza. Ahora bien, con tristeza habitual es moralmente imposible llevar a cabo ninguna obra que requiera actividad, entusiasmo, satisfacción interior por lo que se hace y los frutos que se esperan. Una lección que hemos de aprender es la habilidad para obtener victorias de nuestras derrotas. Y aprender a reírnos, en primer lugar de nosotros mismos. Y luego, sonreír hasta no poder más.
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