Estando Quintero de por medio, entenderán ustedes que no pierda el tiempo con los energúmenos que la otra noche se dedicaron a insultar a las muchachas del colegio madrileño de enfrente. Dicho lo cual, tengo que decir que esta columna no hubiese hecho ni falta ... escribirla: habría bastado con mandar la que escribiera hace veinte años: 'El loco de la colina'.

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Dijo Jenófanes, uno de los siete sabios de Grecia (se dolía el gran Manuel Alcántara de que el octavo, que sabía casi tanto como el séptimo, no fuera famoso), les iba diciendo que el sabio griego dijo que para descubrir a un genio, había que ser un genio previamente. Yo creo, don Jenófanes, que eso es una exageración: yo no soy un genio, ya me gustaría, y sin embargo, me bastó muy poco para averiguar que Quintero sí lo era: un genio de la comunicación, tal que dice todo el mundo ahora, después de muerto. A buenas horas, mangas verdes. Un genio que tenía, además, la virtud de caer bien a todo el mundo: no conozco a nadie al que no le gustase su manera de producirse ante la cámara. Es que, además, rezumaba bonhomía, que es una cosa que ni se compra ni se vende: o se tiene o no se tiene, y él era una persona buena. Como diría un cursi, ‘amaba’ a sus personajes.

«Hace veinte años», he dicho. Es que los ‘obituarios’ hay que escribirlos en vida del personaje, tal que yo hiciese en su día con Alberti, y cual hice no ha muchos meses con otro genio inmarcesible, Curro Romero, sí, del que todo el mundo se desatará en lenguas cuando se muera. «Ya, pa tres cojones», se dice en mi pueblo. En efecto, ¿de qué le sirve a un muerto lo que digan de él? Cela, ese escritor tan excepcional como controvertido, (manda huevos: en Francia, nadie discute a Céline como gran escritor –curioso Cela/Céline–, a pesar de haber colaborado con la Gestapo), les decía que Cela, aquella vez que le preguntaron sobre la posteridad, contestó con una de las suyas: «Me trae sin cuidado».

Lo cual que lo de Cela me viene al pelo para volver a la columna que le dedicase, tiempo ha, a Quintero. Ustedes perdonen la autocita: «A Quintero le da lo mismo entrevistar a un filósofo que a un mendigo. De todos saca petróleo. Petróleo que muchos ni siquiera saben que llevan dentro, pero que Jesús acaba haciéndolo manar en abundancia, transformando al mendigo en filósofo y casi me atrevería a decir que al filósofo en mendigo. Jamás se me olvidará la respuesta de un mendigo sevillano. «¿Qué es para ti el más allá?», preguntóle Quintero con la lentitud y prosopopeya que les son propias, bocanada de humo mediante. Luego de unos interminables segundos, el mendigo respondió: «Una molestia» (sic)». He ahí lo que digo: un mendigo elevado a la categoría de un genio, Cela, gracias a la genialidad de Quintero. (Siempre nos quedará ‘El Risitas’, aquel ángel sin dientes).

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