—Te juro que volveré. Dejo nuestra moto en prenda de mi juramento.
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—¿Y si se oxida? —preguntó angustiada. —No se oxidará, la conservaremos ... en un cajón con una etiqueta que diga «Este cajón guarda la triste belleza del amor aplazado», hasta que volvamos a abrirlo entre los dos. Se despidieron. No volvió a saber nada de él. El día que cumplió 18 años fue al cobertizo y forzó con un escoplo los clavos del cajón. La vieja moto apareció corroída por el óxido, la pintura había saltado dejando al aire la herrumbre de la chapa y el motor estaba enmohecido y lleno de telarañas. Tenía delante de sus ojos los restos de su eterno amor, podía verlos, tocarlos y hasta mancharse las manos con su podredumbre. Se sentó en el suelo. Lloró. Al fin se había liberado de la ilusión que la encadenaba a aquel rincón del mundo; minúsculo, frente a la inmensidad de un futuro que ya la llamaba a voces.
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