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1975: Extremadura, a la muerte de Franco

En las primeras elecciones en Extremadura no ganó el franquismo y la región comenzó a vivir la etapa más floreciente, de mayor paz y de mayor progreso de toda la historia de España

José Julián Barriga Bravo

Domingo, 9 de marzo 2025, 23:13

Aun con el riesgo de pisar el avispero, yo me propongo escribir sobre el franquismo y Extremadura. Es decir, pretendo opinar sobre el momento político ... de Extremadura en aquella madrugada en la que un ministro del Régimen y un presidente del Gobierno del postrer gobierno de Franco dieron la noticia a los españoles de la muerte «en la cama» del dictador. He escrito «en la cama» y con ello doy la primera patada al avispero. El arriba firmante era, en aquella fecha, corresponsal político del diario de mayor circulación de España, el denostado diario Pueblo. El escribidor conocía de primera mano al ministro Herrera Esteban y al presidente Carlos Arias. Y tenía un cierto conocimiento de otros personajes que en los años siguientes ocuparían las aperturas de los telediarios o los titulares del diario HOY.

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Pero no me voy a perder sembrando estas líneas de anécdotas de un 'plumilla' que se ganaba la vida en el Madrid de la Dictadura y en el Madrid de la Transición, aunque caiga en la tentación de contar la siguiente: en un año indeterminado, ya en el tardofranquismo, el ministro secretario general del Movimiento y delegado nacional de Sindicatos, José Solís, y su segundo de abordo, Espinosa Poveda, se aliviaban en los urinarios de la sede de los sindicatos en el Paseo del Prado, y el periodista que suscribe escuchó la conversación en la que el ministro alertaba al subordinado del riesgo de que el estadio Bernabéu no estuviera abarrotado de público el día que en el que Franco presidiera la «fiesta del trabajo» el 1 de mayo. Ante las incertidumbres del segundo, el ministro exclamó: «¡Coño!, que los traigan de Extremadura». Y efectivamente los extremeños, bus y bocadillo incluido, sirvieron para que el Bernabéu, un año más, estuviera como en los mejores fastos futboleros. Tal vez, algunas personas de mi generación recordaran cómo las traían en autobuses, las «encerraban» en las instalaciones del parque sindical de Puerta de Hierro hasta la hora del festejo y así evitaban que, los reclutados, escaparan para visitar a sus paisanos y familiares que ya abarrotaban las «casas baratas» de los extrarradios. Puro realismo, puro «berlanguismo», doy fe de ello.

Pues, bien, ¿cómo era Extremadura, social y políticamente, aquella mañana de hace ahora 50 años? Tengo a disposición dos libros recientes que describen, creo que, con honradez intelectual, el panorama de la España del franquismo. En uno de ellos (Ni una, ni grande, ni libre, Nicolás Sesma) se narra con todo pormenor académico la evolución del Régimen: los años de la barbarie de la postguerra y la etapa del desarrollismo que facilitó en parte la Transición. En el segundo (Una modernidad autoritaria, Anna Catharina Hofmann) se disecciona con base sólida el descrédito intelectual del régimen, un proceso del que puedo aportar abundantísimos testimonios.

Estos dos libros –a los que añadiría los de Moradiellos, Santos Juliá y Alvarez Junco– me sirven para retomar el argumento al hilo de aquella frase de Solís Ruiz (¡coño!, que los traigan de Extremadura) porque los extremeños éramos, mal que nos pese, y a mí me pesa mucho, resignados, sumisos, y sujetos a quien nos mandara. Claro que tengo en cuenta que, frente a una mayoría de sumisos/resignados/disciplinados existían minorías activas en la lucha contra la dictadura. Hasta me atrevería a ponerles nombres por la sencilla razón de que eran minoría. Nombres de quienes integraban las células del partido comunista en las Vegas Altas, los restos del socialismo histórico en Cáceres capital y en Badajoz capital, de funcionarios represaliados que mantenían tertulias eruditas en el café, curas contestatarios, familias aún con las heridas sangrando, etc. etc., pero minorías, como en el resto de España, pero en Extremadura todavía más, porque, por esta razón, Franco murió en la cama, en la cama de un hospital público. Una de las aquellas noches de esperas interminables, el escribidor le preguntó al general jefe de la Acorazada: «Mi general ¿qué tal?» y el general me respondió: «Tranquilo, ¡veinte minutos!», que ese era el tiempo que tardarían sus tanques en llegar desde El Goloso a la Carrera de San Jerónimo.

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A la autora antes citada, profesora de historia muy reputada y que por el libro de marras recibió el premio de la Asociación de Historiadores de Alemania, le preguntaron recientemente por qué el régimen de Franco duró tanto tiempo, y ella aportó dos datos que podríamos discutir largamente. Afirma que, poco después de la muerte de Franco, una encuesta aseguró que el 53 % de los españoles recibieron la noticia de su muerte con «dolor y pena» y que el 29 % la calificaron de «pérdida irreparable». Y este otro: el 77% por ciento de los españoles estaban «muy satisfechos» o «más o menos satisfechos» con la situación económica en la que vivían.

Conservo buena amistad y plena confianza con un amigo al que le expresé mi extrañeza de que hubiera participado en el nacimiento de un partido político que jugó un papel destacado en la Transición extremeña. Me respondió que, con su modesta aportación, había tratado de evitar que, en Extremadura, en las primeras elecciones, ganara el franquismo, que, en su opinión, era un riesgo probable. No solo no ganó el franquismo, sino que Extremadura comenzó a vivir la etapa más floreciente, de mayor paz y de mayor progreso de toda la historia de España.

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