En el crematorio funerario de Elvas oficié celebración de despedida de Tarás, el niño ucraniano de 13 años que falleció al caer por las murallas ... de Badajoz. El entorno que se divisa allí, desde lo alto, con la luz de la tarde, es paradisiaco propio de transfiguración, de Tabor, pero el sentimiento que habitaba en todos los que íbamos llegando era de subir a un verdadero calvario. Más cuando apareció su madre llorosa y rota, junto a su hija. Para la liturgia no pude menos que saltarme las normas y usar la estola roja con ribetes verdes, propia de la liturgia de los mártires y del Viernes Santo.
Tarás llegó con once años, unido a su madre, huyendo de la guerra, arrancado de su tierra y de su pueblo. Sufrió la violencia y la destrucción, sintió el miedo y la necesidad de salir obligado, rompiendo con todo, dejando atrás a su padre y a todos los demás de su familia, incluida su hermana. Hoy la madre y la hermana se abrazaban con el portafotos de la imagen de su hijo sonriente, haciendo visible el calvario, con el crucificado, la madre, la hermana y las demás mujeres que las acompañaban. Un niño de esa edad tuvo que morir, hacer duelo de todo, de tierra, pueblo, libertad, familia. Qué herida tan mortal, cómo nacer de nuevo cuando no entiendes ni puedes elaborar esa ruptura en tu sentir y vivir. Es cierto que en él podía haber vulnerabilidad psicológica infantil, pero lo que más había era una vulnerabilidad infligida por un abuso exterior que él no podía comprender.
No cabe duda, nos dicen los expertos, que los que se suicidan no lo hacen porque no quieren vivir, sino porque les falta la vida, les duele no tenerla, no soportan vivir de esa manera, con esa angustia, tristeza, desánimo no querido que se impone más allá de la propia voluntad. En este sentido, Tarás en su inocencia se ha visto superado y desbordado por una situación que, aun contando con voluntades cercanas para ayudarle, no ha podido o sabido recibir esa colaboración. Cuantos en su despedida lloraban con fuerza, sintiéndose impotentes y fracasados en esta labor de acogida, acompañamiento e integración. Cómo no recordar la escena del Jesús crucificado en el calvario. Un niño, un adolescente, en una cruz elaborada con unas estructuras de violencia y abuso de lo humano. Una comunidad compungida que no entienden cómo funcionamos en este mundo. Una celebración que deseaba ser profética y de denuncia, a la vez que, de duelo y consuelo, para seguir teniendo la esperanza de un horizonte de absoluto y de justicia que está más allá de la muerte.
El de su despedida era uno de esos días, en los que uno mismo ve razonable que pueda haber juicio definitivo y radical de muerte para los que crean situaciones infernales en este mundo para los más débiles, entre ellos los niños. Situaciones que son de dolor, ruptura, separación, sin esperanza y con rasgos de definitividad. En este sentido, podemos hablar de situaciones infernales que viven muchos, entre ellos Tarás. No puede ser que no haya responsabilidades objetivas para un dolor tan real y cercano, como injusto y destructor. No se trata de un daño colateral sino de un arranque de corazón de inocencia y de belleza, de esperanza y de alegría.
De fondo la guerra de Ucrania, enfrente Valdímir Putin, ahora Donald Trump, y todos los que deciden con él o le permiten seguir con sus objetivos, los que se reparten los lugares y sus minerales, los que justifican la carrera de armamentos y se cobran en vidas inocentes sus riquezas y su poder, los que ansían el poder tecnológico y de imperio, sea del modo que sea. Ellos son culpables objetivamente del dolor y la muerte de los inocentes. Muertes que nos interpelan a todos sobre nuestro modo de defender la paz, la libertad, la familia, la dignidad de lo humano. Pero esa interpelación ha de ser mayor y más directa sobre los que asumen las responsabilidades de modos deshumanizados e imperialistas. Los infiernos para los que los crean, parece demandar la inocencia maltratada y martirizada. No sé qué pensarían los asistentes a la liturgia, ortodoxos, católicos, agnósticos, indiferentes y ateos, pero el calvario era real, el crucificado también, los dolientes de carne, la asamblea compasiva, los trabajadores diligentes en su quehacer. En ese momento el Cristo en quien creemos tenía la cara del niño ucraniano, y en él podíamos escuchar que nada le podría separar del amor de Cristo, el que también vivió la ilógica de la violencia y la exclusión. Ni que decir tiene que la misma justicia que demanda infierno para los culpables objetivos de las situaciones infernales, hoy demandaba a gritos la gloria, la luz, la alegría, la juventud y la resurrección para Tarás. Así lo he querido expresar en la liturgia y ayudar a vivirlo entre todos. Me ha sabido a poco, era tanto el dolor, que uno no sabía como llegar a palabras de verdadero consuelo.
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