El discurso final del barbero judío en 'El gran dictador' de Charles Chaplin rezuma la grandeza y el vigor de los principios democráticos en un momento muy comprometido para Europa (1940). Después, tras la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, el relato ... historiográfico dominante fue lógicamente la derrota del fascismo en todas sus descarnadas versiones. El gran embuste había ido tomando sustancia tras la Gran Guerra a través de impostores, arribistas, renegados y convencidos que plañían el dolor de toda patria melancólica que encontraban por el camino. Teóricos, líderes, filósofos y poetas fueron improvisando una retórica de quincalla y perfilando cuantas ocurrencias e irracionalidades se adaptaban mejor a sus inmarcesibles naciones. Lo que confirió una pátina de novedad y trascendencia política al fascismo frente a dictaduras y absolutismos anteriores, fue la sociedad de masas, el aprendizaje de las estrategias totalizadoras tanto de las viejas religiones como del comunismo soviético y el decadente irracionalismo de las vanguardias. Por debajo de su abismo sombrío sin embargo, no latía otra cosa que el miedo de ciertas empresas y magnates a la propagación de la revolución bolchevique.
Hoy, razonablemente precavidos, empresarios alemanes llaman a sus trabajadores a desoír la espiral de violencia de los neofascistas germanos. Porque el fascismo, por debajo del boato del rey al que pronto sabemos desnudo, no fue más que una ideología profundamente reaccionaria y de la cual se necesitaba convencer a las masas. Para persuadirlas se usó cualquier estrategia, exageración, mentira, demagogia, propaganda, pseudociencias, silencios y mística. Después el mundo se llenó de cañones y de muertos.
Y el fascismo perdió la guerra. Por eso hoy quizás su estrategia fundamental es hacer creer que ya no existe. Pero ahí está, como si no hubiera pasado el tiempo: pujante como un zombi en todos los crepúsculos oscuros. Lo llaman «extrema derecha» y cosas así, en un recato lingüístico encubridor de lo que no es más que «fascismo eterno» (Umberto Eco) y desahogo interesado de políticos a los que les ha convenido soltar al temible Kraken de las siniestras profundidades del siglo XX. El fascismo eterno es una amalgama retórica convenientemente fecundada, transformada y lista para mentir de nuevo que aprovecha cuantas oportunidades le ofrece nuestra época. La misma globalización económica de las últimas décadas ha constituido un pretexto importante para la corriente neofascista que sentía debilitadas sus ensoñaciones de la patria hacia Dios. Ahora lo despreciable es la democracia entera, contra la que hay que fingir su defensa frente al enemigo perverso, esencial, uno y trino, siempre imperdonable. Donde antes hubo una furia cruel contra el judío, hoy se ha cambiado al «bueno» de la película, en una actitud servil hacia quienes son tomados por los amos y los amos de los amos, amén. Los problemas de desigualdad social, pobreza infantil, calentamiento global o las incertidumbres de los trabajadores de todo tipo, no merecen la desatención chulesca del neofascismo y sus patrañas.
¿Cómo restañar entonces la democracia sino con la democracia misma? No vivimos en tiempos insólitos de fracaso de la racionalidad. El siglo XX estuvo repleto de precipicios insoportables en este sentido. El derrumbe de las Torres Gemelas, la Gran Recesión de 2008, la pandemia o la ofensiva contra Gaza no comprometen la eficacia de la democracia más que la guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial, Auschwitz o el genocidio de Ruanda. Pero vuelve el fascismo, agitado por las mismas manos que siempre mecen la cuna para engañar sobre la desgobernanza del mundo y la eficiencia de lunáticos irredentos. Estos personajes que no van por ahí para que los demócratas le busquen conflictos: ellos los promueven para luego adoptar el papel de víctimas y todo eso de que la razón emocional les asiste y devora sus ojos. Su furia está llena de la palabra libertad, de la que salen temblorosos presagios porque es una cáscara seca y muy fría.
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