RAÍCES

Cabos de amarre

Cuando cuentas algo y miras alrededor para buscar asentimiento faltan muchos que puedan confirmarlas. Caes entonces en la cuenta de que los cabos de atraque se han ido soltando poco a poco

Juan Francisco Caro

Viernes, 21 de febrero 2025, 07:38

Los calendarios internos de nuestra infancia no contaban días, semanas ni meses. Se regían por las sensaciones que nos causaban determinados hechos. El comienzo y ... final del curso. La llegada de los Reyes Magos. El amarillo de las eras, los carros dejando rastro de paja por las calles empedradas. Las lluvias otoñales que ponían verdes los prados del ejido. La llegada de las golondrinas que hacían sus nidos en los maderos donde se guardaba el cisco y donde a nosotros nos ponían los columpios con una soga y un costal. Las migraciones de los gansos que pasaban de noche por los caminos del cielo. El canto de los grillos, los largos crepúsculos veraniegos y su pronto declinar cuando pasaba la feria.

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Pasábamos de las zapatillas a las katiuskas, de los paraguas y el uso de zancos para meternos en los charcos a andar descalzos por la acera en las soporíferas horas de la siesta.

La naturaleza nos marcaba el ritmo. Caían las hojas de los árboles y salían nuevas yemas a las ramas.

En esos cambios, separados por amplias lindes, fuimos descubriendo el mundo. Atisbamos a la muerte en los dobles de campanas y en los lutos, que caían como una capa de silencio sobre las rutinas y cerraban las puertas de la calle al paso de la luz en los zaguanes. Supimos que las cigüeñas no eran cosarios de la vida, que existían amores distintos a los de los padres, que alteraban la forma de comportarnos.

Las obligaciones eran pocas: ir a la escuela y hacer algunos recados. Lo demás, el juego y los amigos. Pero la tristeza de la familia calaba nuestro estado de ánimo. Los tictacs del reloj en la sala donde se reunían cada noche las hijas con su padre, que pasaron hasta entonces desapercibidos, empezaron a punzar los silencios entre suspiros cuando este murió.

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Casi sin darnos cuenta, nos hicimos adultos. Empezamos a poner razones donde antes solo había sentimientos y la vida fue mudando la piel delicada por otra más curtida.

Quedan islotes de entonces. Un micelio de memoria los une bajo el agua. Lo demás se ha ido sumergiendo poco a poco en el fondo. De vez en cuando salen a la superficie, fugaces, como los peces en las aguas del pantano. La atractiva muchacha de un circo, un borracho que pasa por la calle de tierra con charcos y sin luces cantando 'La cama de piedra'. Un tiro en la noche que nos sobrecoge y aún retumba de roca en roca.

Lo peor de la memoria es que quienes compartieron contigo algunas vivencias las hayan olvidado o hayan muerto. Cuando cuentas algo y miras alrededor para buscar asentimiento faltan muchos que puedan confirmarlas. Caes entonces en la cuenta de que los cabos de atraque se han ido soltando poco a poco del amarradero del puerto y tu barca navega mar adentro a la deriva.

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