Fui testigo de un hecho del que sentí al mismo tiempo odio y pena. Lo primero por el déspota causante de la humillación que sufrió una joven y lo segundo por ella. Sucedió en un bar cercano al ferial de una gran ciudad, aparentemente alegre ... y confiada. La muchacha se equivocó en la devolución del cambio a un cliente que estaba sentado en la terraza y le cobró cinco euros de menos. Cuando se percató del error ya se había marchado y no pudo corregirlo. El encargado del establecimiento, que estaba por dentro de la barra llevando el control de la caja, le recriminó con tal crudeza el error que sentí el agravio como si me lo estuviera haciendo a mí. Delante de todos y azorada, la muchacha le pidió disculpas y le prometió reiteradamente que nunca más volvería a suceder. Al menos tres veces se lo echó en cara. Y otras tantas ella, se disculpó.
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Al abonar mi consumición dejé el dinero sobre el mostrador con todo el desprecio que pude acumular en mi mirada y en el gesto, evitando ponerme a la altura del miserable energúmeno. Al paso, mientras enfilaba la salida, le hice una pregunta recriminatoria ¿Usted nació sabiendo todo y no se ha equivocado nunca? Como no creí que la esperara ni nos conocíamos de nada, y para evitar posibles discusiones, no aguardé su respuesta y salí con la intención de no volver jamás a ese bar.
Cuando una persona se incorpora por primera vez a un puesto de trabajo, es habitual que lo haga con nervios e ignorando todavía muchos detalles del oficio. Lo que necesita es ayuda y comprensión, no a tiranos faltos de empatía que los tratan con la punta del pie.
La intransigencia está muy extendida. El caso del conductor que pasa todos los días por el mismo sitio le recrimina al que quizás sea la primera vez que lo hace y ha dudado un instante si tomar o no una calle que es dirección prohibida.
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Baja la ventanilla y mostrando su pericia adquirida a base de repeticiones le suelta una sarta de improperios, tratando al que titubeó por un momento de aldeano y bellotero, al tiempo que hace sonar insistentemente el claxon.
Empleados hay que aprendieron a duras penas a estampar un sello en documentos con marcialidad sonora, ufanándose de su elevada misión ante los ignorantes de tanta burocracia, que preguntan balbuceantes por alguna duda.
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Y sin embargo, en contraposición, qué confortable satisfacción cuando encuentras empleados y funcionarios amables y comprensivos que se ponen en el lugar del que llega despistado y lo ayudan con agrado en todo lo que necesitan. Les dicen que nadie nace sabiendo y que ellos también tuvieron que preguntar lo que no sabían cuando empezaron. Personas con este proceder hacen la vida más agradable a los demás y no dicen «vuelva usted mañana», sino «eso lo arreglamos ahora mismo».
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