Juegos de niños

Recuerdo con cariño, nostalgia y agradecimiento aquella primera década vital en la que fui feliz sin yo saberlo, y la contemplo con tierna ironía como un programa de National Geographic en el que unos cachorros ingenuos y desamparados buscaban su lugar en el mundo, correteando alegres y despreocupados entre la manada

luciano lópez nieto

Martes, 25 de octubre 2022, 07:54

Mi infancia son recuerdos de un patio de Orellana y un huerto claro donde madura el limonero, mi juventud unos años en tierras de Castilla, mi historia algunos pasos que recordar no quiero... parafraseando a Machado en su 'Retrato'. Jean Piaget, psicólogo constructivista experto en ... psicología infantil, afirmaba que jugar es el trabajo de los niños, ya que estimula su curiosidad, creatividad e imaginación. Por ello, debemos darles un margen para permitir que puedan descubrir el mundo por sí mismos, hacerse preguntas y experimentar a su manera.

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En los años sesenta los niños de los pueblos no disponíamos de televisión ni ordenadores, ni consolas, ni juguetes electrónicos. Jugábamos en las calles, muchas de ellas sin asfaltar y la principal herramienta de la que disponíamos era nuestra imaginación. Mas qué sabíamos nosotros de la vida, pobres ignorantes criados con leche en polvo, sucedáneo de chocolate y embutidos caseros, ajenos éramos al mundo y sus circunstancias, católicos por decreto, apolíticos por desconocimiento de causa, patriotas con banderitas por obligación.

El primer recuerdo que me viene a la memoria me regresa a los juegos infantiles en la plaza de mi pueblo natal en disciplinas extra-olímpicas como el «atopá», algo así como corre-corre-que-te-pillo, disputado junto a la oficina de Correos, implicando perseguirse hasta lograr un contacto con el adversario sin necesidad de utilizar el Facebook, todo hay que decirlo, que se corroboraba con un «la quedas» antes de que el perseguido se refugiara en la «casa». Así mismo, en la plaza del Ayuntamiento practicábamos alegremente el «salto del burro» –que acémilas no faltaban por aquellos años–, consistiendo la especialidad en que un burro saltaba por encima de otro reclinado, alcanzándose la perfección técnica cuando el brincador sacudía dos palmadas en los flancos y un taconazo en las ancas del postrado, hazaña jaleada con alborozo por los co-partícipes, especialmente si nadie se lesionaba de cierta gravedad. Igualmente, nos considerábamos versados en el «salto de la rana», consistente en elevarse cual gráciles batracios y aterrizar en cadena contactando con el saltador pretérito, a ser posible derribándolo, arrollándolo o pisándolo, antes de que nos esquivara con un brinco y eludiendo nosotros el ataque del siguiente asaltante, cual juego de contacto con tacto, inocentes angelitos.

El juego del pañuelo, probablemente la competición por equipos más universal de cuantas poblaban nuestra niñez, enfrentaba a dos escuadras bajo la atenta mirada y supervisión de un árbitro neutral, quien sostenía la citada prenda y cantaba los números de los que se enfrentaban, que debían esprintar sin pasarse de la raya, Portugal quedaba lejos, atrapar el objeto de nuestros deseos y retornar a la base sin que el adversario nos pusiera la mano encima.

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El movimiento se demostraba dejándonos el alma tras una pelota de goma, casi siempre medio desinflada, practicando una disciplina deportiva a medio camino entre el rugby y el balompié, a saber, entre cinco y diez jugadores por cada equipo rodeaban a la maltratada pelota, intentando todos a un tiempo golpearla con más peligro para las extremidades inferiores de los contendientes que para la esfera disputada, y todo ello sin parar de correr, hacia atrás o hacia delante, según se terciaba, terminando más veces el esférico en un huerto vecino que en la portería señalada por dos pedruscos de consideración, adornados con redes, postes y largueros fabricados tan solo con nuestra ardiente imaginación.

También disponíamos de juegos más tranquilos como el de las bolonas de arcilla y bolindres de cristal con los guas respectivos para meter las bolas tras haber percutido en las piezas contrarias. Así como coleccionar los «santos» de las cajas de cerillas y jugar en las paredes a que cayeran encima de los rivales. Sin olvidar los futbolines que venían en las ferias del pueblo y en los que se competía por parejas, quienes perdían pagaban la partida. Recuerdo bien con cuanto afán coleccionaba las propagandas de las películas, las de Tarzán eran las más cotizadas. Además de los tebeos del Capitán Trueno, el Jabato, el Guerrero del Antifaz y otros, adquiridos en los quioscos del tío Paco y el tío Morcillo, junto con los indios de plástico con los que un amigo y yo hacíamos equipos de fútbol sirviéndonos de bolitas de envolturas de tabletas de chocolate como balones.

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Ahora, en la distancia, limadas las asperezas cotidianas por el frágil tamiz de la memoria y el correr de los años, recuerdo con cariño, nostalgia y agradecimiento aquella primera década vital en la que fui feliz sin yo saberlo, y la contemplo con tierna ironía como un programa de National Geographic en el que unos cachorros ingenuos y desamparados buscaban su lugar en el mundo, correteando alegres y despreocupados entre la manada puesto que, al fin y al cabo, animales ligeramente racionales éramos todos, eso sí, algunos bastante más que otros.

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