Para los pardillos como yo, la sala de control de pasaportes del aeropuerto de Miami se parece a una película de terror. Bajas del avión ... y, de golpe, te encuentras frente a un policía de casi dos metros, capaz de no sonreírte ni mirarte a los ojos en el rato que dura la comprobación de tu visa. Que, en mi caso, duró un rato largo porque –al parecer, según me dijo aquel hombre-armario–, Rodríguez es un apellido sospechoso y complicado. Algo que yo, en su momento, ya le había advertido a mi padre.
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Como yo solo era un pasajero en tránsito, haciendo escala para subirme a otro avión, no vi la ciudad más que desde el aire. Y tampoco pude visitar ningún 'outlet' de ropa de marca, como me aconsejó una amiga. Así que me quedé con las ganas de comprobar sobre el terreno cómo funciona eso de la economía de libre mercado. Menos mal que ella –que se los recorrió todos durante su luna de miel– me aseguró que lo de la teoría de Adam Smith era cierto. Tanto, que por aprovechar los descuentos y sin estar embarazada, se trajo en el avión un carrito de bebé para cuando llegaran las consecuencias. «¡Es de marca americana!», me dijo. Y yo, como no sabía de qué hablaba, le respondí asustado: «¡¿Qué?! ¡¿El bebé?!». Y ella, desesperada, me replicó: «¡No! ¡El carrito!». ¡Menudo alivio!, pensé. Sobre todo para su marido.
Siempre me he preguntado si, los que no somos padres, estamos legitimados para hablar sobre el tema de los hijos. Es cierto que no podemos comprender –por mucho que lo intentemos– todo lo que la vida de un hijo debe significar para quien decide tenerlo –de la manera que sea–. Ni podemos imaginar el dolor insoportable que debe suponer su pérdida. Seguro que, como Ana Obregón, ninguna madre desoiría los últimos deseos de un hijo que va a fallecer, ni dejaría de prometerle que los cumpliría. Pero me pregunto si algunas de las promesas que hacemos de adultos, en realidad no son tan distintas de aquellas que hicimos de niños y que, al crecer, incumplimos. No porque hayamos querido, sino porque la razón o la realidad nos pusieron límites. O, simplemente, no pudimos.
Con el runrún en mi cabeza he aprovechado estas vacaciones para llamar por teléfono a mi amiga y sugerirle que se ponga en contacto con la presentadora, para que le indique la dirección del 'outlet' donde ella se hizo con el carrito. De paso –como ya sí es madre–, le he pedido su opinión sobre el asunto. Pero ella está aún peor que yo: nos enseñaron en el colegio que el hombre nace, crece, se reproduce y muere; y ahora tiene que explicarle a sus vástagos que, a veces, el hombre muere y, luego, se reproduce; y que, a veces, la hija –o el hijo– del fallecido no tiene madre, sino abuela. ¡Un lío! Yo, por supuesto, no pienso explicárselo a mis sobrinos porque, para estas cosas complejas de la revista '¡Hola!', ya pagan sus padres el colegio –digo yo–. Así pues, malo será que no se lo expliquen en clase de Ciencias. O de Ética. O de Robótica. ¡O de lo que sea!
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De verdad, no saben cuánto me alegro de no haber salido de aquel aeropuerto.
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