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Desconocía que mis tías Lola, Manola y Maruja hubieran mantenido de jóvenes esa especie de hermandad emocional que las mujeres suelen formar entre sí. Su ... padre, mi bisabuelo Eduardo, no era agresivo, aunque tampoco tenía buen carácter. Así que ellas, cada vez que se hartaban de aguantarle el morro torcido, subían al piso de arriba de la casa a hablar de sus cosas, dejándolo a él literalmente solo en el de abajo. Y sin remordimientos. ¡Cómo estarían de hartas!

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Supongo que el hermanamiento de mis tías –esa intimidad que a muchos hombres les asusta porque no les resulta fácil reconocer también su vulnerabilidad–, debió parecerse al que Louisa May Alcott, la autora de 'Mujercitas', mantuvo con sus hermanas y reflejó tan bien en su novela. Curiosamente Alcott no la escribió por gusto, sino por pura necesidad de la economía doméstica. Su padre, un hombre adelantado a su tiempo al inculcar en sus hijas su derecho a ser mujeres libres, era también un visionario incansable. Y, entre su amor por el trascendentalismo y la fundación de una comuna vegetariana –¡aunque solo de vegetales que crecieran hacia arriba!–, a sus hijas no les quedó otra que trabajar para subsistir dignamente. Por eso, y no por otra razón –y mucho menos romántica–, escribió la novela.

Yo me crie en un matriarcado: madre, abuela y bisabuela juntas. La última, a la que mi hermano y yo siempre llamamos abuela Isidra, tuvo tres hijos y una sola hija. Un domingo de comida familiar, poco antes de que yo naciera en 1973, apareció con tales marcas de los golpes propinados por mi bisabuelo José que su hija decidió que ya no volvería a casa con él. Llevaba, probablemente, cuarenta años a merced del número de vinos que él se hubiera tomado en la tasca al salir de trabajar. Y aunque, si hubiera denunciado, la Guardia Civil le habría dado una buena «soba» en el cuartelillo –tal cual lo dice mi madre–, después se lo habrían devuelto a casa. Y, por mucho que mis dedos se resistan a escribirlo, supongo que una paliza de las de siempre era una opción mejor que una muerte casi segura.

Por cierto: la madre de Louisa May Alcott se hartó un buen día de las vainas mentales de su marido –e imagino que más de las penurias–, reclutó a sus cuatro hijas y se las llevó lejos de la comuna… ¡y de sus vegetales hacia arriba! A Louisa, el dinero generado por su obra la convirtió en una mujer aún más libre de lo que ya era. Mis tías Lola y Manola –desde hoy mis únicas Mujercitas– continúan vivas. Y aunque la primera a veces se queda atrapada en el pasado, afortunadamente continúa dando esas respuestas tan demasiado a su manera ante cualquier pregunta que tú le hagas.

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A mi bisabuela Isidra, creo, le faltó tener varias hijas como mis tías para encontrar ese refugio emocional en el piso de arriba. Pero, sobre todo, le faltó su independencia económica para no tener que soportar los golpes de un marido maltratador. Falleció en 1995 y, algunos años antes, cuando él murió, su hija le escuchó decir cuando pensaba que ninguno de nosotros podía oírla: «Cabrón, querías echarme a mí primero, ¡pero te fuiste tú!».

Pues eso… Hasta dentro de quince días.

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