Antes de que Shani Louk fuera decapitada, los terroristas de Hamás que le habían pegado ya un tiro en la cabeza, la pasearon yaciendo en la parte trasera y descubierta de una camioneta, semidesnuda. Como si esa chica germano-israelí, de 23 años, fuese un ... trofeo. Y, en realidad, lo era. A su paso por unas calles que parecían trazadas a base de polvo, no solo un grupo de adultos fanáticos corría a su lado, sino también varios niños que, inmersos en esa celebración inhumana, lanzaban piedras y escupitajos sobre ese cuerpo inconsciente, que se dirigía a su infierno particular… sin saber que este había comenzado unas horas antes en aquel festival de música.
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Desde entonces mi cabeza sigue observando aquella camioneta y acompañando a aquellos niños, mientras me pregunto en qué clase de adultos se convertirán el día de mañana. Aunque ellos –lo sé– no me escuchan. Quizá porque difícilmente pueden escuchar su propia voz. Y, desde la pantalla de mi televisor, continúan lanzando sus piedras contra aquella chica con un odio absurdamente más grande que sus cuerpos, sin que ninguno de los hombres de alrededor los aparte del recorrido macabro del vehículo. Y, por un instante, tan solo por un instante, se pare a pensar en los adultos que ya nunca llegarán a ser. Pero ellos continúan corriendo mientras nadie parece dispuesto a enseñarles que algunos juegos tienen más de dos rombos y no son para niños.
Cuando Walt Disney tenía tan solo nueve años, su padre le obligaba a vender periódicos en la estación de tren de Kansas City, esa ciudad del medio oeste americano a la que toda la familia acababa de trasladarse huyendo de su enorme precariedad económica. Walt se levantaban a las tres y media de la madrugada y acudía al colegio a duras penas y cuando podía. Elías –su padre– le robó una parte importante de su infancia, no solo por la obligación que le impuso de ayudar en el negocio, sino también porque, en su modo estricto de educar, los juguetes nunca encontraron la puerta de entrada al hogar de los Disney. Y, sin embargo, Walt –que tenía un talento especial para el dibujo– se refugió en sus lápices de colores y, años después, durante un viaje en tren, concibió a Micky Mouse del que posteriormente diría: «Ese ratón es mi familia». Aunque su examigo Ub Iwerks jamás admitiría esa frase como cierta porque, al parecer, Walt le robó una paternidad originariamente compartida.
A Concha Velasco, de niña, le daba miedo dormir bajo el espejo que había sobre el cabecero de su cama. Por las noches los reflejos nocturnos de aquel cristal de origen filipino le provocaban pesadillas. Pero, durante el día, ella aprovechaba ese mismo objeto para imitar la mirada de Scarlatta O'Hara en 'Lo que el viento se llevó' y conjuraba sus miedos con esa verdad íntima y poderosa que un día –como todos sabemos- le confesó a su madre: «Quiero ser artista». Y lo logró. Como Walt, que hoy cumpliría 122 años y, posiblemente, se convirtió a si mismo en el único padre del ratón Mickey. Quizá para recuperar una infancia que su padre le había robado. Pero a aquellos niños de la camioneta, ¿quién les devuelve los adultos que ya no serán?
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