Aunque la naturaleza no sabe de culpas, los humanos sí sabemos. Y en ambas direcciones. A los que hemos sido niños buenos, y después adultos excesivamente responsables, el sentimiento de culpabilidad nos apasiona. Tanto que nos persigue con la misma insistencia con que el agua ... inundaba estos días pasados cada milímetro cuadrado de cientos de pulmones en Valencia. Y como un runrún obsesivo solo se esfuma de nuestra cabeza cuando tomas distancia y puedes pensar, de verdad, en lo sucedido. Lo de culpar, en cambio, en la mayoría de las ocasiones, es otra cuestión: una sala de espera del dolor, de la decepción, del desencanto…, a través de la rabia, del enfado.

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A finales de octubre, cada año, un frío polar desciende desde Canadá hasta la costa atlántica de los Estados Unidos. De norte a sur. El océano, en esas fechas, aún conserva algunos grados del calor acumulado durante el verano y, a medida que el frío se pelea con el aire cálido que sube desde el golfo de México y el mar Caribe, se conforma un escenario propicio únicamente para el desastre. Es el inicio de la temporada de borrascas y huracanes en la zona. Y los hombres de la mar lo saben.

El 29 de octubre de 1991, casi en la víspera de Todos los Santos, el huracán Grace comenzó a ascender desde su origen en las Islas Bermudas hacia la costa estadounidense. Un día después ya había recorrido la cara atlántica de esa parte del continente, topándose con ese frío inhumano. Transcurridas otras veinticuatro horas, las olas frente a las costas de Nueva Escocia y de Massachusetts alcanzaban los treinta metros de altura. Pese a los avisos meteorológicos, Frank Billy Tyne, el capitán del pesquero 'Andrea Gail', decidió hacerse a la mar junto a una tripulación de cinco hombres. La suerte económica no le acompañaba en los últimos tiempos y, como ya había enfrentado otras tormentas anteriormente, se adentró en el agua con esa valentía inconsciente con la que todos navegamos a veces por la vida, intentando salvar los muebles… y el alma. Lo último que se supo de todos ellos es que jamás regresaron a puerto.

Cuando, en 1997, Sebastian Junger concluyó la escritura de este relato –basado en hechos estrictamente reales– tuvo dudas sobre su título: el imaginario popular se había apresurado a hablar de aquel desastre meteorológico como 'la tormenta de Halloween', aunque en su cabeza rondaba la idea de titularlo 'La tormenta perfecta'. Sin embargo sentía que, quizá, las familias de las víctimas podrían interpretarlo como una falta de respeto hacia la tragedia personal que habían sufrido. Finalmente se decidió y empleó esa palabra –perfecta– en el sentido en que los meteorólogos la mencionan en sus predicciones: una tormenta que rebasa los límites de todo lo conocido hasta la fecha. Un fenómeno que, afortunadamente, sucede solo cada cincuenta o cien años.

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Pero Junger se equivocó. Si, de verdad, las tormentas fuesen perfectas, dejarían vivos a los buenos y arrojarían su agua furiosa solo sobre los malos. Y si los humanos también lo fuésemos, sabríamos cómo protegernos de ellas. Pero ante tanta imperfección, yo no sé si la culpa –aparte de prepararnos para el dolor– vale de algo.

P. D. Sí, hoy son las elecciones en los Estados Unidos de América. No lo he olvidado.

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