Recuerdo que en los días más duros del confinamiento, cuando temíamos salir a la calle y que nos atacara una nube invisible de coronavirus dispuestos a infectarnos, quienes sabían más de infecciones que el común de los mortales ya nos decían que el virus había ... venido para quedarse. «Tenemos que aprender a convivir con él», era el mantra. Bueno, pues ya nos hemos acostumbrado.
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El virus sigue aquí, sigue matando (vamos por los 200 muertos en Extremadura solo en este mes de noviembre) pero quienes tenemos la suerte de no haber pisado un hospital ni contar con fallecidos cercanos, nos hemos acostumbrado. No es que seamos unos desalmados. Ese acostumbramiento es quizá el mecanismo de adaptación que permite a los humanos superar las peores tragedias y seguir adelante.
Nos hemos acostumbrado y por eso estamos planeando las cenas de Navidad con la familia después de leer que la curva ha bajado, sí, pero no tanto como para no causar cada día 300, 400, 500 muertos en España. 45.000 en el recuento oficial en España, un millón y medio en el mundo, y subiendo.
Pero, pese a estas cifras apabullantes, pese a las dimensiones descomunales de la tragedia, inimaginable hace un año, hemos normalizado la pandemia. Tal vez porque una sociedad no puede vivir un año en permanente estado de ansiedad. Los expertos de la OMS hablan de la fatiga pandémica, el cansancio que hace que olvidemos a ratos el drama y tratemos de llevar una vida lo más parecida a la normal.
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Tengo amigos que están indignados porque no entienden esa relajación mientras la cifra de muertes solo en España equivalen a que cada día se estrellaran un par de aviones. ¿Somos, insisto, unos desalmados? ¿Unos inconscientes incapaces de renunciar a las fiestas aunque sepamos que van a traer más contagios, más muertes? ¿Cuántos muertos tiene que haber para que se nos quiten las ganas de disfrutar de la vida? Probablemente todos renunciaríamos si supiéramos que la lotería macabra de la UCI nos iba a tocar a nosotros, a nuestra familia, pero el cálculo que hacemos no es ese. Los accidentes, las tragedias, siempre le suceden a otros, hasta que nos tocan a nosotros, y nos preguntamos por qué.
Desde que en mayo se levantó el confinamiento, en España hemos tratado de convivir con el virus para no destrozar más la economía. La polémica sobre qué hay que cerrar, cuándo y por cuánto tiempo no se agota. Las comunidades han ido implantando restricciones a medida que se iban llenando las UCI. Extremadura ha sido una de las pocas regiones, junto con Galicia y Canarias, donde ni se han cerrado los bares ni la comunidad; solo se ha aislado a los municipios con más contagios. El sistema, de momento, ha funcionado. No hemos frenado en seco al virus, pero si miramos alrededor vemos que estamos mejor que la media española.
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Tenemos en puertas la Navidad y es lógico que se extienda el temor de que, superado lo peor de la segunda ola, llegados a un cierto valle en el número de contagios, nos lancemos de cabeza a disfrutar de las fiestas y provoquemos una nueva ola en enero y febrero. El anuncio de que pronto empezará la vacunación no va a ayudar precisamente a que los ciudadanos se contengan. Somos mediterráneos, no alemanes, tenemos que vivir la vida. Al menos hasta que el virus llame a nuestra puerta.
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