Todo político con micrófono asegura que la mina de litio de Valdeflores, en la falda de la Montaña de Cáceres, está muerta y enterrada. «Mientras Salaya sea alcalde no habrá mina», dijo el sábado el portavoz municipal, Andrés Licerán. Podrá sonar a tajante, pero no ... a nuevo: el alcalde actual y la alcaldesa anterior dijeron eso mismo muchas veces. ¿No es extraño que ese proyecto necesite ser declarado muerto y enterrado casi todas las semanas? ¿O que un proyecto declarado muerto y enterrado gaste dinero en nombrar un responsable de relaciones institucionales, expolítico para mayor sorpresa? Salvo en la Administración, no he visto nunca un trabajo más inútil que el de Cayetano Polo: se le ha dado la responsabilidad de que se relacione con las instituciones, pero las instituciones con las que debería relacionarse –en última instancia el Ayuntamiento porque tiene la palabra decisiva–, han dicho ya hasta en morse que no habrá mina. Entonces, ¿para qué el nombramiento?
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Es todo tan extraño que acrecienta la extrañeza lo único obvio de la mina cacereña: que todo el mundo dice que no habrá, pero todo el mundo se comporta como si pudiera haberla.
A los ciudadanos no nos incumbe si una empresa quiere tirar el dinero a la calle o emplearlo en salarios improductivos, que se lo afeen los accionistas, pero sí nos incumbe que los políticos necesiten decir tantas veces la misma cosa –«no habrá mina en Cáceres»– sin saber cuándo será la última, porque por mucho que lo repiten ahí sigue, vivita y coleando.
Mi impresión de que las cosas en torno a la mina de Cáceres sean tan extrañas se debe a que el Ayuntamiento, aunque no lo parezca, todavía no ha explicado de verdad por qué no la quiere. Ha dicho muchas veces que no, eso es cierto, pero no ha pasado del 'no es no'. Salaya ahora, y antes Nevado –que al principio no hizo ascos a la mina y después le causaba urticaria solo oír su nombre–, no han mostrado ningún interés en defender su posición con argumentos basados en el análisis de instancias independientes que aporten datos sobre todas las consecuencias, buenas y malas, que tendría en la ciudad un proyecto como ese. Es decir, ya sabemos qué es Cáceres sin mina, a la vista está, pero los cacereños no saben, y tienen derecho a reclamárselo a su Ayuntamiento, qué podría ser Cáceres con mina, una hipótesis de trabajo sin duda necesaria para formarse la mejor opinión. Las cosas son tan extrañas porque a los políticos cacereños no parece haberles interesado trabajarse una posición sólida y definitivamente creíble que entierre de una vez la mina, si es esa la conclusión, o la permita, si es la contraria. Su mayor interés ha sido estar avenidos con la corriente de opinión que creen más numerosa para que la mina no haga peligrar su pellejo. La ocasión, por la envergadura del proyecto, hubiera merecido de unos responsables municipales con la imprescindible dosis de coraje para arriesgarse a saber si salvar su pellejo coincide, o no, con los intereses de la ciudad. Hasta ahora no ha sido posible. Y así está la mina: un cadáver con una salud de hierro.
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