Sentado en la plaza mayor de una capital norteña leo un periódico local mientras los rayos de sol de mediodía ofrecen la máxima temperatura que la ciudad acogerá en este esplendor de hoy. Los pacíficos habitantes rompen la monotonía que se instaló en la sombra ... del fin de semana y llenan unas calles que con las excepciones notables de los puentes de diciembre y fechas navideñas irán poco a poco convirtiéndose en hogar del invierno más duro que conocemos en España, pero también el que más llama a la charla pausada y las pantallas de cine. Por la tarde las cristaleras de los cafés se empañan con la presencia de los conversadores y fuera ninguna compasión se apiada de los imprudentes que trasiegan las desiertas plazoletas sin paraguas. Qué habrá detrás de este rumor de puertas interrogantes, adornos anticipados, silencios de quioscos recoletos, nocturnidad ausente, frío estacional y espiritual que no hiela diciembre sino el alma, país que se repliega en la tranquilidad del interior hasta que vuelve la luz a las mañanas y somos otra vez de puertas afuera. Mientras tanto el hilo musical de esas canciones que conocemos todos, Lou Reed, los Creedence y los Police, el ruido que suscitan las palabras de Sabina con la conciencia desatada y de quien después de la tormenta permanecerá la genialidad de sus canciones curtidas con piel de lija. Noviembre es un mes de rigores y el turismo queda eliminado de estos espacios intemporales donde el minutero se manifiesta a través de las costumbres: la partida de dominó, hace tiempo que no nos encontramos, hay una distancia inmensa entre tu calle y la mía que se rompe cuando nos cruzamos en una esquina del parque y de repente cobramos conciencia de lo lejos que nos sitúa la inercia del curso y del trabajo. La semana pasada fue hace un milenio, las páginas de ese libro que te sorprendió amarillearon al poco de haberlo descubierto, leído y postergado, las voces que nos resultaron familiares se perdieron en el eco de los meses que han pasado desde el último reencuentro, y sin embargo la fuerza extraordinaria de los ocasos y noches del verano, escenas de cualquier obra de John Wayne o Dostoyevski, el susurro en la memoria de una voz que te habló en volumen bajo en días que te parecieron insustanciales en su momento y que ahora circulan por tu recuerdo como las grandes gestas de Robin Hood o Di Stéfano. Noviembre y febrero son dos mínimos en el protagonismo que tienen los años en nuestras biografías y por eso los abandonamos a su suerte igual que bártulos perdidos en los rincones oscuros. El primer olvido ya nos está llevando por delante, vemos su recorrido, quedan atrás las huellas de los pasos de una senda borrada que a cada hora que cae se parece más a la indiferencia. Queremos atrapar los trenes de ida y de regreso, computar las emociones y el futuro, ver más allá de los modos que nos imponen las prisas y el desierto que nos cubre las espaldas como un guardián dudoso, y no sabemos por dónde salir cuando se nublan la vida y los caminos.
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