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Los ojos de Pablo
ANÁLISIS ·
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ANÁLISIS ·
La historia de este joven placentino pone de manifiesto la dureza y soledad a las que se enfrentan muchos de los que padecen las llamadas enfermedades rarasPablo Andrada Sevilla es un joven placentino de 28 años que padece neuropatía óptica hereditaria de Leber (NOHL). Es una enfermedad de las llamadas raras, de esas que afectan a pocas personas y motivo por el que las investigaciones sobre las mismas ni son frecuentes ... ni son muchas y, por tanto, no solo no hay un abanico de tratamientos para hacerlas frente, a veces ni siquiera hay uno.
En el caso de la enfermedad que desde hace poco más de un año padece Pablo sí hay uno, está aprobado por las autoridades sanitarias y su nombre comercial es Raxone. Sin embargo, aunque aprobado, no está financiado por el sistema, lo que supone para el paciente adquirirlo a un precio prohibitivo.
Cuando Pablo Andrada obtuvo su diagnóstico, tras un periplo de pruebas por la sanidad pública y especialistas privados, conoció también que el Raxone es el único tratamiento aprobado para su enfermedad, que es de herencia materna y que en un periodo de un año puede evolucionar a una ceguera irreversible. De ahí la necesidad de iniciar el tratamiento en ese primer año.
Esta enfermedad rara le ha supuesto a Pablo que a día de hoy, desde julio de 2021 cuando comenzó con los primeros síntomas, haya perdido ya más del 85 por ciento de visión. Esto en su caso, de igual manera que nos habría pasado a cada uno de nosotros, le ha cambiado la vida. Como ha explicado esta semana en HOY, ya no puede ni estudiar ni trabajar, lo que estaba haciendo antes de desarrollar la enfermedad, ni leer un libro, ni ver una película, ni salir siquiera a dar un paseo sin ayuda.
Por eso, cuando logró un diagnóstico y un tratamiento, acudió al SES para solicitar que le proporcionaran Raxone. Y se encontró con que en dos ocasiones consecutivas se le denegó. El motivo alegado, la no financiación del medicamento que ha decidido la Dirección general de cartera común de servicios del Sistema Nacional de Salud (SNS) y Farmacia.
Porque resulta que, aunque aprobado, los escasos estudios sobre este fármaco no son concluyentes. De hecho, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios en el informe que ha emitido al respecto, en el que fija su posicionamiento, señala que «las evidencias de eficacia son débiles» y que, por ello, se accede a su autorización «en condiciones excepcionales», lo que significa que debe seguir estudiándose su grado de eficacia.
Con estos argumentos, con esta aprobación a medias, es razonable que el SNS haya decidido no financiarlo y que el SES haya optado por atender esta resolución, porque los recursos públicos son finitos y se entiende que la eficacia de un medicamento debe ser condición obligatoria para gastarlos en él.
Sin embargo, sorprende no solo que con los mismos estudios, en unos países se apruebe, se comercialice y financie el medicamento y en otros no. También que en el nuestro, se resuelva su no financiación, pero se apruebe, aunque sea con muchos peros por delante, su uso.
Imagino que en la no siempre o casi nunca fácil relación entre el sistema sanitario y la industria farmacéutica, así como en el hecho cierto de que la medicina no es una ciencia exacta, se explica esta decisión gris adoptada por las autoridades. Pero con ella no se tiene en cuenta que al otro lado del sistema, de un ente abstracto, está el paciente, una persona de carne y hueso, que solo sabe que hay un fármaco para tratar su enfermedad y que no se le suministra.
En este caso, como habrá otros, un joven al que le ha tocado la soledad que siempre conlleva lo que afecta a pocos y al que nadie le ha explicado por qué no se le da el único medicamento que hay para lo que padece y cuyo uso ha sido aprobado por las autoridades sanitarias. La explicación que ha recibido Pablo es un escrito en el que se le deniega con el argumento de que no está financiado. Pero cuando uno siente que su vida se desmorona y que la enfermedad rara que le ha tocado no entra en la cartera de servicios de la sanidad pública y gratuita, esa explicación se queda corta.
Pablo quiere recuperar la vida que ha perdido, intentarlo al menos, y se aferra al único medicamento que hay para tratar su enfermedad y, por eso, desde el pasado abril adquiere el Raxone en farmacias de Alemania por 4.500 euros mensuales. Supongo que como haríamos muchos si estuviéramos en su misma situación.
Ni la desesperanza ni la esperanza de Pablo ni de ningún otro paciente es un argumento para justificar el gasto de los recursos sanitarios, de un dinero público que no es ilimitado. Pero cuando un medicamento tiene un precio prohibitivo, como es el caso, las autoridades sanitarias deberían aparcar las decisiones grises para no dejar a los pacientes al albur. Y es lo que se hace cuando se aprueba «en condiciones excepcionales» el uso de un fármaco a pesar de que «las evidencias de eficacia son débiles». Se le da el visto bueno, pero no se financia y por eso no se suministra al paciente, abocándole aunque no se pretenda a endeudarse para conseguirlo. Porque el paciente cree que el único fin del sistema es ahorrar.
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