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Extremadura siempre se ha sentido orgullosa de haber conseguido parar la construcción en su suelo de una central nuclear, la de Valdecaballeros, y ahora hay una amplía mayoría de extremeños que quieren sentirse orgullosos de nuevo de haber logrado evitar el cierre de otra central ... nuclear, la de Almaraz. La historia de los pueblos tiene sus propias contradicciones y no suele avanzar en línea recta. Con la de Campo Arañuelo se ha impuesto con el tiempo la política de hechos consumados, aprovechar el impacto económico y social que genera en su entorno, sin entrar en otro tipo de consideraciones, y visto así, tal vez tampoco fue tan buena idea dejar Valdecaballeros en un esqueleto de hormigón.
Muchos años después, la relación de España con la energía nuclear sigue siendo complicada. Sin renegar de ella, nunca le ha mostrado el cariño que le tienen los franceses, y con la fuerte expansión de las renovables se ha llegado a la conclusión de que podía prescindir de ella, guardar bien los residuos peligrosos y separar los caminos. Tarde o temprano es lo que se hará.
El plan aceptado en 2019 por las empresas propietarias fijó ese divorcio más temprano que tarde, empezando por Extremadura, que es un daño colateral como siempre en todo esto.
Plantear que el cierre de Almaraz es poco menos que una artimaña de Pedro Sánchez y la malvada Teresa Ribera para evitar el crecimiento de nuestra región, como se deja caer tan a menudo desde el PP y ahora también desde el gobierno de la Junta, es reducir de forma chusca el gran debate energético en el que esta inmerso el planeta y del forman parte las nucleares.
Pero, del mismo modo, promover medidas de ese calado, el cierre de todas las plantas nacionales, sin establecer planes de regeneración socioeconómica y apoyo al entorno en el que se ubican estas instalaciones, de tanto impacto en tributos y empleo, sí es una forma de gobernar que merece el rechazo de los ciudadanos. Miles de ellos expresaron ayer delante de Almaraz su preocupación por un futuro que se les echa encima más pronto de lo que pensaban.
Hasta el momento, alternativas como la de la gigafactoría, que bienvenida sea, dependen más de los planes de negocios de multinacionales que de acciones directas de las administraciones, aunque estas hayan contribuido a que Envision, en este caso, se decida por Extremadura. Fiar por si solo la supervivencia de zonas rurales a los proyectos estratégicos de marcas mundiales no parece la mejor idea, y los habitantes del Campo Arañuelo tienen derecho a sentir que es el Estado el que se esfuerza por su bienestar. Y en ese hacer de forma activa para compensar lo que se pueda perder también hay que incluir al Gobierno de la comunidad, cuyo papel no es solo coger la pancarta.
La llamada industria verde aún no se encuentra en condiciones de sustituir toda la producción energética que dejaría de aportar la nuclear, y esa puede ser, en última instancia, la clave para que se prorrogue la vida útil de estas plantas, aunque, hasta el momento, el Gobierno central no ha dado muestras de un cambio de planes y el tiempo se agota. De hacerlo, además, tampoco le saldrá gratis la factura.
Con Almaraz o sin ella, en cualquier caso, Extremadura debe prepararse para labrarse su desarrollo. Con toda su importancia, la región no debe entrar en el bucle de sentirse únicamente lo que rodea a una central nuclear, y no ser nada si la pierde. Almaraz es una fórmula antigua, producir para que otras industrias en otras regiones se aprovechen de la energía. Una receta de la que no hay que prescindir sin más, seremos más pobres sin duda si no se consiguen alternativas. Pero hay que ser conscientes de que también hay otros modelos en los que basar el crecimiento económico. La política de los años ochenta no puede seguir guiándolo todo.
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