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Que la globalización nos alcanzó hace mucho tiempo es algo sobradamente conocido, pero tal vez nunca como en los últimos días con la guerra de ... los aranceles hemos podido comprobar de qué forma una decisión que se toma a muchos miles de kilómetros acaba repercutiendo (y siempre que se plantea así el asunto es para mal) a todos y cada uno, por muy ajenos y a salvo que nos creamos. Es la economía, que decía aquel.
Porque Trump comenzó su segunda mandato por el capítulo de las personas, es cierto. Y eso es algo que también nos afecta, pero al corazón y no tanto a la cartera, porque en definitiva no somos ni palestinos, ni israelíes, ni ucranianos, que han desaparecido de la actualidad informativa, aunque sus problemas sigan ahí.
Ya no hablamos del pobre Zelenski, sino del pobre vecino que un día decidió meter sus ahorros en Bolsa o se abrió un plan de pensiones para el día de mañana, y ahora comprueba cómo merma su cuenta corriente sin que entienda muy bien qué tiene que ver volver a fabricar coches en Detroit con lo suyo; o hablamos de las empresas de vino o aceite o aceitunas o corcho que tenemos a la vista en Extremadura, y cuyos gerentes se afanan en hacer números estos días para confirmar de qué modo pueden sobrevivir, mientras echan un vistazo al mapamundi de la pared para descubrir nuevos países a los que vender.
El factor humano, en definitiva, es importante y nos pellizca; pero el factor económico, en cambio, es un tsunami que nos pellizca y además también puede arruinarnos o dejarnos en paro. Las repercusiones son claramente distintas.
El caso es que este proteccionismo a lo bestia de Trump es lo que venía pregonando desde siempre, antes incluso de su primer mandato, y no podremos quejarnos ahora de que los gobernantes se empeñen en cumplir con su palabra. Un proteccionismo que despierta nostalgias todavía en algunos círculos patrios y que suele resultar siempre una tentación para todos, pues no en vano también se reclama desde aquí frente a la entrada de productos agrícolas de otros países. Es decir, lo del libre comercio está muy bien siempre que en la ecuación salgamos ganando.
China, por ejemplo, se interesa ahora por nuestro porcino y nuestras cerezas. Y eso es una gran noticia. Lo de vender jamón ibérico fuera, ya saben, es el Santo Grial de los productores españoles y extremeños en particular: conseguir que norteamericanos y asiáticos sepan apreciar un buen pernil, aunque sea loncheado y envasado al vacío, dispararía muchos balances empresariales, pero hasta ahora no se han conseguido grandes avances, entre otras cosas por las muchas trabas burocráticas que siempre se les ha puesto. En el caso de las picotas, que ya se exportan en gran medida, el interés de China provocará el aumento de su precio en nuestros mercados porque la producción y la estacionalidad son elementos complicados de salvar, pero los cultivadores ingresarán más.
Como vemos, intervenir sobre el comercio internacional tiene muchas implicaciones, que es algo que los asesores de Trump ya deberían saber tras salir de sus campus de universidades privadas. Los comentaristas aún no se han puesto de acuerdo en decidir si la pizarra de los aranceles es algo que ha ido más lejos de lo que creían, vistas las reacciones en cascada en todo el mundo, o una jugada maestra en la que el presidente norteamericano va varios movimientos por delante anticipando lo que puede pasar.
Particularmente me quedo con algo que no es para nada nuevo, sino que ya lo dijo Schumpeter, el economista que predijo que el capitalismo no moriría a manos del proletariado precisamente como decía Marx, sino víctima de su propio éxito, cuando la 'destrucción creativa' en la que se mueve se les vaya de las manos. Puede que en China lo vean mientras comen jamón y cerezas.
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