Una de las anécdotas más repetidas, versionadas y manoseadas de la historia de la tauromaquia es la atribuida a Juan Belmonte, su banderillero Joaquín Miranda ... y un amigo del Pasmo de Triana que le acompañó a un festival benéfico. Cuenta la leyenda que, pasada la Guerra Civil, Miranda abandonó la cuadrilla de Juan, se metió en política y ascendió en pocos años a la condición de gobernador civil. Cuando Belmonte y su acompañante llegaron al festejo, este último reconoció al antiguo subalterno en el palco presidencial y preguntó al genio cómo se puede pasar en tan poco tiempo de peón de brega a gobernador civil. El trianero, con su habitual tartamudeo, contestó «pues... endegenerando».
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Por desgracia, si Juan Belmonte viviera en nuestros días y asistiera a cualquiera de los festejos que se celebran en plazas extremeñas, podría utilizar la misma respuesta a la pregunta de cómo ha podido llegar la fiesta al nivel de degradación en el que se encuentra.
Juan no entendería cómo los chavales pasan de becerristas a novilleros y se encuentran en tierra de nadie, mendigando tentaderos y, si tienen la suerte de vestirse de luces, enfrentarse a utreros con más trapío que el que ofrecen muchos toros en corridas para figuras.
Belmonte no comprendería cómo en los festejos mayores se simula la suerte de picar y es un milagro ver más de un puyazo sin que el matador, brazo en alto, haga girar su muñeca pidiendo el cambio la presidencia. Cómo es habitual que se mutile el tercio de banderillas y el tercer par se quede en el callejón en manos del ayuda y cómo salen al tercio señores vestidos de calle para recibir brindis que sonrojarían a cualquiera que tuviera un mínimo de vergüenza torera.
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Al Pasmo de Triana le costaría entender cómo se falta al respeto desde los tendidos a quien se está jugando la vida sobre el ruedo, sin que nadie reproche al compañero de entrada tal barbaridad y además, en algunos casos, se celebre, jalee y ría esa actitud. Tampoco llegaría a comprender cómo muchos de los que pueblan los graderíos están más pendientes del nivel que presenta el vaso de su gin tonic que de lo que pasa en el redondel o cómo abandonan su localidad camino de la barra sin importarles la altura a la que se encuentre la faena.
Juan tendría muchas dificultades para entender cómo se pide el indulto para animales a los que no se ha dado la oportunidad de demostrar su bravura en el caballo y a los que solo se puede atribuir el mérito de repetir sin descanso su embestida cual carretón. Tampoco entendería cómo, en busca del perdón al animal, algunos los matadores, antes de enfrentarse a la siempre compleja suerte suprema, montan el show de lanzar teatralmente el estoque al suelo, gesticulan aparatosamente con sus brazos y enfrentan a los tendidos con las pocas presidencias que se afanan en cumplir con el reglamento.
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El biografiado por Chaves Nogales tardaría en entender la costumbre arraigada en casi todas las plazas de increpar desde la grada al palco presidencial con silbidos y abucheos, antes incluso de que doble el animal sobre el ruedo hasta conseguir que el usía saque tantos pañuelos como la muchedumbre solicita.
Cuando el de Triana se ajustara el sombrero y apurara su habano, emprendería camino a una inexistente tertulia de las que ya no hay, porque no quedan aficionados con los que debatir. Sin faltarle el respeto a nadie, quienes se dejaron la voz insultando al presidente y el brazo blandiendo un kleenex, ya habrían emprendido su camino al real de la feria para disfrutar de los caballitos y los autos de choque mientras degustaban un algodón de azúcar.
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Belmonte no soportaría cruzarse en las tripas de la plaza con empresarios que regatean los honorarios de quienes se acaban de jugar la vida sobre el ruedo o quienes, por dentro de las tablas, han hecho su trabajo con la justa esperanza de llevarse un jornal para casa esa tarde.
Juan, que debatía con Valle-Inclán, fue cantado por Lorca, Azorín o Gerardo Diego y pintado por Julio Romero de Torres o Ignacio Zuloaga, no podría asumir que el debate político actual sobre los toros fuera si la tauromaquia es una expresión cultural. Si unos no se apropiaran de la fiesta y otros no la utilizaran para enfrentar a unos españoles con otros por un ridículo postureo ideológico, a lo mejor el resto podríamos disfrutar del legado que nos dejaron nuestros padres y abuelos.
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