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En uno de los nerviosos noticiarios del pasado fin de semana la palabra 'perrhijos' despertó algún debate al comentar la creciente tendencia de muchos jóvenes ... y no tan jóvenes a considerar a sus mascotas como si fueran sus hijos. Gatos, perros, pájaros, hámsteres, conejos y hasta serpientes y tarántulas tienen su dni, su cartilla de vacunación, sus dietas específicas, sus motes y sus diminutivos. Sus dueños los llevan regularmente al veterinario, los besan en la boca, comparten con ellos comida y cama, horarios y vacaciones. Incluso generan amistades y antipatías, pues he visto a humanos desdeñar a un congénere porque no le gustan los animales.
Durante siglos los animales servían para el trabajo por su fuerza de carga o de arrastre, para la alimentación, como compañía o diversión y hasta como símbolo: desde las colonias se les enviaban elefantes, jirafas o tigres a los monarcas de la metrópoli para indicar que incluso la naturaleza de tan lejanas tierras era de su pertenencia. Y por eso los zoológicos, creados en el siglo XIX, eran un signo de poder y de prestigio nacional. Hoy, cuestionados, son un signo de insensibilidad y están en trance de desaparición. Los zoológicos se cierran en la misma proporción en que los hogares se llenan de animales. No es coherente tener un perro o un gato en casa, con todos los cuidados y libertades, y al mismo tiempo contemplar a otros animales entre rejas, en una cautividad comercial o al servicio de un espectáculo.
Pero en la actualidad se ha disparado el aprecio hacia los animales, aunque ya existía cierta bibliografía que documentaba esa tendencia. En el primer tomo de sus memorias, Pío Baroja confiesa «un fondo de antipatía física y moral por Valle-Inclán» y relata una anécdota que la refleja muy bien. Baroja no era animalista, pero si se encontraba con un animal, no le hacía daño. Baroja tenía un perro, al que llamaba Yock. Un día en que Valle-Inclán fue a su casa, el perro comenzó a hacer sus gracias y Valle, molesto, le dio con la puntera del pie en el hocico en un momento en que creía que Baroja no podía verlo.
Desde que tenemos perro en casa, yo también sé todo lo que aportan las mascotas, que es mucho: alivian la soledad de muchas personas mayores y enseñan el concepto de responsabilidad a muchas personas jóvenes. Te entregan una lealtad incondicional sin pedir nada a cambio y darían la vida por ti si te vieran en peligro. El alma respingona de un cachorro despierta la ternura y arranca sonrisas sin hacer chistes. Las mascotas mejoran tu forma física, te consuelan en el duelo y te ayudan a entender que la vida es un prodigio, cuya amplitud supera los límites de cualquier endogamia biológica, y que el sufrimiento, la sensibilidad y la inteligencia no son atributos exclusivos del ser humano. Con su increíble agudeza de los sentidos, una mascota sabe cuándo su dueño llega al edificio, detecta sus pasos en el portal diez pisos más abajo. Y hasta deduce por el imperceptible chasquido del termostato cuando arranca la caldera y abandona su refugio en el cesto para venir a la habitación que comienza a caldearse.
En compensación a todo lo que aportan, es justo devolverles alguna dedicación: cuidar su bienestar físico y emocional, procurarles unas condiciones de vida adecuadas a su naturaleza, que no es la misma que la de los humanos, preocuparse por su alimentación, por su higiene, por que no metan la cabeza entre los radios de la rueda de la bicicleta y, en fin, por satisfacer esa otra necesidad intangible que es la de recibir caricias.
Pero de ahí a igualar a una mascota con un hijo hay una distancia sideral.
Sin llegar al extremo de San Agustín, que negaba cualquier atributo anímico –y, por tanto, cualquier derecho– a los animales al precisar que Dios había creado al hombre como individuo libre y, en cambio, había creado a la zoología como especies sujetas a mecanismos instintivos, los animales no pueden tener los mismos derechos que los humanos, como se defiende en el otro extremo, del mismo modo que no tienen los mismos deberes ni obligaciones. Ningún león es condenado por devorar a una gacela, ni un lince por cazar a un conejo, ni un águila por hincarle las garras en el cuello a una calandria, ni un oso por llevar a cabo una carnicería de salmones. Más bien sucede al contrario y en la naturaleza las leyes protegen a los depredadores. Y eso por no hablar de los derechos de las ratas, moscas y similares, que también son animales y, por la misma lógica, sujetos a las mismas leyes.
Hoy ya nadie duda de que los llamados animales superiores tienen emociones, sensibilidad y hasta empatía y capacidad de compasión por el que sufre, quizá incluso más que algunos monstruos humanos, enfermos de alguna psicopatía que les incapacita para reaccionar ante el dolor ajeno. Pero no tienen lo que entendemos por conciencia moral.
Y ese atributo es definitivo para distinguir entre hijos, perros y 'perrhijos' si no queremos llegar a una situación ridícula donde a los animales se les conceda incluso el derecho al voto.
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