No pretendo ser pesada, pero la situación merece insistencia porque el impacto es demasiado grave como para pasarlo por alto. La ministra de Trabajo se ... presenta como la gran defensora de los trabajadores, especialmente de aquellos con retribuciones salariales más bajas, promoviendo incrementos en el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) que, según su discurso, garantizan mejoras sin precedentes en su bienestar. Pero ¿es realmente así? Antes de aplaudir o sacarla en procesión, conviene analizar con detenimiento las implicaciones de estas subidas, que por cierto, aunque las decide el Gobierno, las pagamos las empresas. En primer lugar, una parte significativa de cualquier aumento salarial no va directamente al trabajador, sino que se lo lleva Hacienda y la Seguridad Social. Como ocurre en el casino, la banca (en este caso, el Estado) siempre gana: las retenciones por IRPF y las cotizaciones sociales aumentan automáticamente, tanto para el empleado como, aún en mayor porcentaje, para la empresa. A efectos prácticos, el beneficiario de la subida de los 50 euros mensuales del SMI percibirá un incremento neto de poco más de 28 euros mensuales. Curiosamente la desdeñada propuesta de CEOE y Cepyme contemplaba una subida de 34 euros. En segundo lugar, y lo que nadie quiere analizar, es que para la empresa, el coste real de ese nuevo salario mínimo de 1.184 supera los 2.000 euros mensuales.

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Pero este no es el único problema. El incremento del SMI sin vinculación con la productividad afecta especialmente a pymes y microempresas, sectores donde la presión de costes puede resultar asfixiante. Actividades como la hostelería, el campo, o el trabajo del hogar, se ven particularmente perjudicados, con consecuencias directas en el empleo. Basta con mirar los datos: el sector agrario ha perdido 90.000 puestos de trabajo, mientras que la economía sumergida en el empleo doméstico ronda ya las 210.000 personas. Si se suman los empleos no creados debido a la barrera que supone el aumento de costes laborales, el saldo final asciende a más de 400.000 personas fuera del mercado formal.

El mayor problema es que este impacto afecta sobre todo a los trabajadores con menor cualificación y experiencia, precisamente los que ya encuentran mayores dificultades para acceder a un empleo. Mientras que en los segmentos medios y altos el empleo sigue creciendo, en las escalas más bajas la situación se deteriora. Un informe del Banco de España publicado en 2023 advertía sobre el impacto negativo de las subidas del SMI en los sectores de baja productividad, señalando que el encarecimiento del empleo podría generar incentivos para la automatización y la deslocalización de ciertos servicios.

En este contexto, cabría preguntarle a la ministra si realmente cree que estos «favores» ayudan a mejorar la situación de los trabajadores o, por el contrario, agravan sus dificultades. Porque, en honor a la verdad, el Gobierno ha sido coherente en una cosa: su afán recaudador enmascarado de política social, es decir, quitar con una mano lo que da con la otra. En los últimos cuatro años, la inflación ha crecido un 19%, mientras que los salarios medios han aumentado un 17%. Sin embargo, los tramos del IRPF no han cambiado, lo que significa que muchos trabajadores han pasado a pagar más impuestos sin haber mejorado su poder adquisitivo. Según un informe del INE, el poder de compra de los hogares ha caído en un 3,5% desde 2019, reflejando el efecto combinado de la inflación y la presión fiscal.

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Todo ello en un contexto de gasto público desbocado e ineficiente, donde se estima que aproximadamente un tercio del presupuesto estatal no aporta mejoras tangibles en términos de bienestar social. De acuerdo con datos de la AIReF, el gasto estructural del sector público ha crecido en más de 60.000 millones de euros desde 2019, sin que se observen mejoras proporcionales en sanidad, educación o infraestructuras.

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