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En la España oscura y poliomielítica de los años cincuenta comenzaron a publicitarse en el NO-DO las centrales nucleares, con la promesa de que ... solo pagaríamos unas pesetas por el consumo eléctrico en nuestros hogares. Ahora se publicitan con grafitis los mensajes ecológicos y alternativos, con mayúscula y en tamaño XXL: en una céntrica calle de una histórica ciudad de la España vacía se lee una sonora pintada: '- placas y + encinas'.
El debate sobre la energía ha saltado desde el Parlamento Europeo hasta las viejas paredes de una de las provincias españolas con mayor producción nuclear, hidráulica y fotovoltaica, porque el precio de la luz, azuzado por Putin, no deja de subir. Y no solo por la invasión de Ucrania. Cada vez que dejamos de quemar algo para calentarnos, o que le encargamos a una máquina una tarea antes manual o de tracción animal, aumentamos el consumo eléctrico. Cada vez que encendemos una pantalla para leer la prensa, jugar al wordle o ver YouTube, consumimos energía. Y así va a continuar con las nuevas generaciones digitales, que cogen el móvil en cuanto sueltan el chupete.
Esta revolución tiene un precio y de algún modo tenemos que pagarlo: o con cielos contaminados por humo o con paisajes de plantas fotovoltaicas y aerogeneradores. A la espera del genial descubrimiento que facilite la Gran Disrupción energética, no tenemos otra cosa que placas y turbinas eólicas. La otra alternativa para un planeta podrido de lixiviados es reducir el consumo, porque las renovables son paliativas y solo la austeridad sería terapéutica.
Pero ni los partidarios de las placas ni los partidarios de las encinas están dispuestos a ese sacrificio. Cuando a los españoles nos han pedido subir un grado el termostato del aire acondicionado y bajar un grado el de la calefacción, hemos puesto el grito en los telediarios para decir que de eso nada, aunque tengamos viviendas mal aisladas que tragan vatios como si fueran ballenas.
Desde que el hombre primitivo inventó la rueda y el cuchillo de sílex, es la tecnología la que nos ha traído hasta aquí. Hoy, en nuestra vida cotidiana, la tecnología es más importante que la política y es preferible conocer a un buen informático antes que a un diputado en Cortes. Los avances que se logran en un laboratorio nos afectan más que las decisiones de un parlamento. Un chip provoca más reacciones en cadena que una ley orgánica.
Hasta el siglo pasado, las máquinas o los inventos técnicos se derivaban de las teorías científicas que algunos genios establecían sin moverse de la sombra de un manzano o del taller instalado en el sótano de su casa. Pero los heroicos inventores de garaje de antaño hoy día ya no son eficaces. Por mucho ingenio y pericia que posean, cualquier estudio científico exige apoyo de alta tecnología. Es imposible hurgar en el universo o despiezar el genoma sin la más sofisticada robótica, no se puede surfear sobre el átomo o atrapar el Bosón de Higgs sin la previa construcción del acelerador de partículas. Antes, los visionarios iban desde la teoría a la herramienta, y desde la herramienta al descubrimiento; ahora hay que tener primero una herramienta para llegar a la teoría. Ahora es imprescindible el trabajo en equipo bajo financiación pública o privada que aporte los recursos necesarios. Ningún proyecto es competitivo solo con leña de encina, sin una dotación tecnológica que lo coloque en el mismo punto de partida que sus competidores.
Se puede aceptar o no la economía de mercado, pero la innovación es imprescindible para el progreso. Más que el aumento de la población, que los impuestos o que la organización laboral, social o política, en los dos últimos siglos la tecnología ha sido la clave para el desarrollo de las naciones: la Alemania del siglo XIX, Estados Unidos o Japón tras la Segunda Guerra Mundial, o China y el sureste asiático en la actualidad. En las últimas décadas, esos países destinan un 3% de su riqueza nacional a la investigación y el desarrollo, mientras que en esta España alegre y zaragatera destinamos un 1,4%. Menos de lo que gastamos en moda. Y así nos va.
No podemos vivir sin tecnología, pero tampoco podemos vivir sólo con tecnología, haciendo oídos sordos a la sensibilidad de quien trazó la pintada en una calle céntrica de una histórica ciudad española de interior, en una autonomía que solo consume una quinta parte de la energía que produce.
Hoy, cualquier proyecto empresarial debería contemplar un fondo para garantizar su solvencia ecológica, algo que no siempre se cumple o cuyas partidas van desapareciendo entre los intersticios de los presupuestos para cubrir otras necesidades. Una parte de los beneficios del sol y del viento, que son de todos, deberían ir destinados a combatir los daños del sol y a cuidar la limpieza del aire que todos respiramos.
Y para lograrlo, me parece necesaria una inversión pública sostenida y sin contradicciones hasta convertir la tecnología en la primera aliada de la naturaleza. Quizás así algún día aparezca una pintada con una reivindicación: + placas para + encinas.
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