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La pandemia obligó a parar a un mundo no acostumbrado a la quietud. El movimiento produce energía y economía. Quien dice prisas, dice capitalismo: si ... el dinero y las mercancías no fluyen, el mundo colapsa. Lo vimos durante la primera ola de covid, cuando la mayor parte de los países optaron por confinar a sus poblaciones y cerrar a cal y canto los negocios para atajar los contagios.
Por ello, durante la segunda y la tercera ola, los gobiernos están tratando de lograr la cuadratura del círculo: frenar la propagación del coronavirus sin frenar en seco la economía, manteniendo sus constantes vitales, apretando sin ahogar a sectores como el comercio y la hostelería. En el fondo, están ganando tiempo hasta que una mayoría suficiente estemos vacunados y entonces se puedan levantar casi todas las restricciones sanitarias.
Mas la vacunación no va todo lo rápido que necesita un mundo como el nuestro, donde quien no corre, vuela, y quien ni corre ni vuela, se estrella. Es por lo que, cuando nos obligan a quedarnos en casa, andamos como perros encerrados e intentamos matar el tiempo, al que consideramos un enemigo, con un sinfín de actividades. Nos hemos vuelto hiperactivos hasta la ansiedad; no sabemos disfrutar del ocio, del reposo, que es lo que significa en latín 'otium'.
Sin embargo, el reposo es esencial para nuestra salud mental y para cultivar el pensamiento. Hay que perder el tiempo para ganar vida. El exceso de velocidad de nuestro mundo «impide pensar y construir las identidades», porque el pensamiento crítico construye personalidades sólidas y las personalidades sólidas, sociedades en las que la vida merece la pena, como diagnostica, en línea con su colega Byung-Chul Han, el filósofo José Carlos Ruiz, autor de 'Filosofía ante el desánimo', un desánimo que este profesor cordobés ya detectaba antes de la covid-19 y que con esta se está contagiando a todos los individuos.
El origen de ese desánimo está en que, en un mundo líquido donde nada permanece y una imagen vale más que mil palabras, tratamos de reflejar ante los demás la mejor imagen de nosotros mismos a través de las múltiples pantallas que mediatizan nuestra vida. En realidad, esa imagen está falsificada y nos frustramos cuando comprobamos que no es tan maravillosa al compararla con la de los demás en las redes sociales virtuales; entonces nos esforzarmos hasta la extenuación por encajar en la imagen ideal prefabricada por nuestra sociedad del rendimiento: queremos ser los mejores padres, trabajadores, corredores... Pero la imagen de sí mismos que los demás muestran en las pantallas suele ser tan falsa como la nuestra. El espejo de las redes sociales refleja una gran mentira de mil caras que abonamos con una mezcla de narcisismo y envidia.
En su último libro, 'El huerto de Emerson', el extremeño Luis Landero recuerda unos consejos que se da a sí mismo en casos de abatimiento y apatía que son de aplicación universal, un imperativo categórico kantiano para estos chaplinescos tiempos modernos: «Confía en ti. No codicies los frutos ajenos. Acuérdate de Emerson y labora en tu huerto sin angustia ni prisas. Sobre todo sin prisas. Estás enfermo de impaciencia, ya te lo decían en tu infancia. No te disperses, concéntrate, embrida el pensamiento, no saltes de una cosa a otra, dejando todo a medio pensar. No puedes ir por el mundo como si zapearas en la televisión. De ahí vienen tus males, de la inseguridad y de la prisa (...). Para un poco, hombre».
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