Entre las novedades del proyecto de ley universitaria (LOSU) ideado por Castell destacaba la reducción de las exigencias para presentarse a rector: los profesores titulares competirán por el puesto en igualdad con los catedráticos, con tal de que cumplan una serie de méritos de docencia, ... investigación y gestión tasados por la propia ley. En el proyecto renovado, su sustituto Subirats abolió la tasación legal de los méritos, dejándola al criterio de cada universidad, un espacio donde la demagogia carece de límites, como bien saben ambos podemitas catalano-independentistas ¿Ruptura radical con el pasado? No. Es un nuevo paso en la deriva de la universidad española durante la democracia. Veamos.
Cuando los socialistas Maravall y Rubalcaba confeccionaron la LRU allá por el año 1983, decidieron que solo los catedráticos podían presentarse a rector. Además, en congruencia con el mayor peso que la ley concedía a los departamentos universitarios sobre las facultades, incluyeron la preferencia absoluta del catedrático sobre el titular en la dirección de los departamentos. Paralelamente, las pruebas de idoneidad de 1984 convirtieron a un significativo número de los penenes que poblaban el paisaje universitario en profesores titulares numerarios. Esta transformación no cambió la esencia de las personas seleccionadas, cuyo conocimiento y 'performances' permanecieron inalterados, pero sí su estatus: se hicieron permanentes, inmunes a todo juicio sobre sus capacidades y con las mismas competencias que los catedráticos, excepto para ser rector o director de departamento. Y había de todo.
Mientras que el requerimiento de catedrático para ser rector fue aceptado sin rechistar por la comunidad universitaria (la cátedra concede autoridad, decían), la prioridad absoluta del catedrático sobre el titular para ser director de departamento sufrió desde el principio continuos desafíos. Aun aceptando la LRU que los cargos de rector y director de departamento eran en cierto modo presidencialistas, y a pesar de que el director de departamento tenía unas funciones diferentes de las del consejo que presidía, se argumentaba la incapacidad del catedrático director para sacar adelante sus propuestas si tenía en contra a la mayoría de los profesores titulares que eran los más abundantes. Los mayores desafíos provenían de los titulares más incompetentes, de aquellos que no superaron limpiamente las pruebas de idoneidad, o de los que ni siquiera las superaron y hubieron de esperar a las pruebas locales. Era la hora de los trepas.
A pesar de estos desafíos, la LRU mantuvo hasta el fin de siglo la preferencia absoluta del catedrático sobre el titular para dirigir departamentos, aunque muchos catedráticos sucumbieran al envite, y otros tuvieran que recurrir a la jurisdicción ordinaria para preservar el cargo que les negaban los titulares apoyados por el rectorcillo progre. Pero el igualitarismo, en su avance inexorable, terminó por imponerse. Y ¿saben de la mano de quién? Del Gobierno aznarí, que, como todos los del PP, mostró una especial habilidad en confirmar, y aún superar si se tercia, los avances «sociales» de la izquierda. La nueva ley universitaria de 2001 (LOU) eliminó la preferencia del catedrático sobre el titular para dirigir departamentos. Y no pocos departamentos comenzaron a ser dirigidos por el titular-trepa más incompetente o por un simple burócrata, mero ejecutor de decisiones ajenas y más interesado en cobrar el complemento que en cumplir su función. Tan desprestigiado está el cargo que ya hay departamentos en donde nadie se presenta a director.
La siguiente vuelta de tuerca en la promoción de los profesores universitarios vendría de la mano del inefable ZP. Ya en la edad prezapateril, no pocos listillos, algunos de los cuales iban para señoritos de pueblo, aprovecharon las amplias costuras del sistema para infiltrarse en el cuerpo catedralicio. Pero ahora, con ZP, se trataba de una conversión masiva, gracias en buena parte a la laxitud de ciertas comisiones nacionales que otorgaban sexenios a basura investigadora. Los sexenios se transformaban en acreditación y el afortunado acreditado nombraba a los cinco miembros del tribunal que le juzgaría. Es decir, con las consabidas excepciones, de una manera u otra, y tras una aparente selección, la mayoría de los titulares idóneos y locales, trepas incluidos, conquistaron la codiciada medalla, lo que condujo a la actual inflación catedralicia, que en algunos departamentos supera en número al conjunto de los demás cuerpos docentes (pirámide invertida). La reacción no se hizo esperar: los sexenios se han encarecido y las generaciones que no llegaron al festín tendrán que sudarlos.
El nuevo escenario se presta a nuevas incursiones políticas. Si la cátedra se ha devaluado, si no vulgarizado, su preferencia absoluta para rector ha quedado obsoleta; el rectorado estaba destinado a seguir la misma senda que la dirección de los departamentos. Por supuesto, esta situación viene bien a los políticos. El aumento de igualitarismo en el seno de la universidad, les facilita su misión de someterla y controlarla, al quedar ellos, y solo ellos, como únicos y auténticos amos. Pero la cosa va a ir a más. Desde el principio, los podemitas estaban emperrados (valga la expresión) en que los candidatos a rector incluyeran también a los profesores doctores no numerarios (penenes laborales). Y ya hay enmiendas del grupo Frankenstein en este sentido. Lo cual vendrá muy bien a Pablo Iglesias (ahora que el hombre ha vuelto a meter cabeza) y a otros activistas como él, poco dados al mérito académico, así como a los independentistas que colocan fácilmente a sus adeptos en dicho gremio, no para enseñar, sino para reproducirse más y mejor. Tras este paso, quedarán solo los administrativos y bedeles (a los que la LOSU dedica una atención especial, y entre los que, por cierto, no faltarían candidatos) fuera de la pugna rectoral ¡Que nadie desespere! El rumbo ha sido trazado y, salvo parada en seco, hay tiempo para llegar a destino.
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