Año nuevo. Venga, alegría. Como esos pececillos de corta memoria, los humanos nos empeñamos en olvidar que todos los años hay un año nuevo. Semejante perogrullada viene demostrada por la constatación empírica de como seguimos convencidos de que empezar algo, ya sea un año ya ... un tubo de crema, nos traerá un tiempo de perfección, una epifanía de redención o al menos una silueta perfecta.
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Por eso, cada comienzo de enero, por ingenuidad o exceso de azúcar navideño, al pensar en los doce meses con el mismo número, arrastramos la tendencia a hacer propósitos. No sé ustedes, pero servidora no puede recordar haber cumplido, con éxito o al menos con cierta constancia, ninguno de los proyectados en sus cincuenta y pico eneros.
Sin originalidad alguna he acometido varias veces el mundo del ejercicio. Me he apuntado religiosamente a actividades lúdico deportivas, convencida de que, esta vez sí, iba a perseverar. Mi poco fondo físico me fue alejando de aquello que implicase moverse en exceso, así que terminé decantándome por pilates o yoga. Claro que, con mi nulo concepto de la lateralidad, siempre cruzaba la pierna que no era o me «torsionaba» para el lado contrario. Como el langostino que, en un emplatado perfecto, destaca por tener la cabeza al revés. Total, que lo dejé.
Me pasé después a los libros de autoayuda y me propuse ser «asertiva». Arrastro un carácter de natural áspero debido, quizás, a mi origen manchego que me formó entre frases como «venga, que ni cenamos ni se muere padre». El caso es que la dulzura no cuenta entre mis posibles virtudes. Hubo un año, como digo, que me empeñe en pacificar mi tono. Hasta que asertiva, muy asertiva, fui a la habitación de mi hijo adolescente: «Cariño, me desagrada mucho que tengas todo tirado y me haría muy feliz que recogieses la habitación». A lo cual él, sin mover un músculo, me miró preocupado: «¿Te ha pasado algo, mamá?». Dos voces y una amenaza con no salir y, cual impulsado por un resorte, empezó a colocar sus cosas como si no hubiese un mañana. Paulo Coelho cero, madre histérica, uno.
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Y hablando de madres histéricas, toda mi vida me he propuesto no parecerme a mi madre en las cosas que tanto me molestaban: regañar, prohibir, sobreproteger, sobreaconsejar…, pero la genética es muy mala y al final «es la primera vez que me siento hoy» o «hasta que no lo rompas, no paras», impresas en el ADN, aparecen cuando menos te lo esperas.
Este año, inasequible al desaliento, me he planteado no aprender a hacer nada nuevo. Este año y desde que comprobé que, a mayor ignorancia, menor número de tareas te colocan. Es uno de mis propósitos recurrentes. Pero a mi generación la educaron para aspirar a ser 'super-women', brillantes en todo lo que intenten. Y, aunque a veces intento hacerme la tonta, es lo malo que tenemos las 'baby-boomers', que no podemos mentir.
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