Acaban las clases y escucho a políticos, padres y maestros felicitarse porque el curso ha sido un éxito. Quién nos lo iba a decir en octubre, cuando la Consejería de Educación impuso que se abrieran los colegios en contra de algunos sindicatos educativos y ... asociaciones de padres. Iba a ser el Apocalipsis y resulta que no hubo tal. En las aulas se controló el virus mejor que en ningún otro ámbito. Los alumnos no han perdido un año y los padres y profesores no se han vuelto locos con las clases online. Quizá es mucho pedir que quienes pontificaron en contra de la apertura de los centros admitieran que se equivocaron. En España hay poca costumbre de reconocer que no siempre tenemos la verdad de nuestra parte.
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La apertura de los colegios es el ejemplo más claro de lo que se ha hecho bien. Hay otros casos de malas decisiones. Ahora miramos hacia atrás y nos horrorizamos de que durante dos largos meses, de marzo a mayo de 2020, no se dejara pisar la calle a niños y ancianos y se permitiera pasear a los perros. Algún responsable político ya ha reconocido que decretaron un confinamiento tan estricto porque en realidad no sabían qué hacer. Y es comprensible. Pero hubo países donde nunca se aprobaron medidas tan drásticas y la tasa de contagios no fue más alta que la española. A nadie le extraña hoy, año y medio después del inicio de la pandemia, que tras tanto encierro los problemas de salud mental se multipliquen. La soledad no buscada, la ausencia de relaciones, la convivencia forzosa en familias mal avenidas pasa factura.
El uso de la mascarilla es otro de los asuntos en que las decisiones erráticas de los gobernantes han terminado por volvernos locos. Comenzaron por desaconsejar que la usáramos (luego supimos que era porque no había, ni siquiera para los sanitarios) y terminaron por imponerla hasta para pasear por el bosque en solitario. Siempre alejados de la evidencia científica que dice que la mascarilla previene contagios en interiores, pero es innecesaria al aire libre si no estamos en una concentración sin distancia física. Dentro de una semana nos permitirán, graciosamente, quitárnosla en exteriores. La pandemia, que ha sido una desgracia universal, que todavía lo es, ha estimulado en gobernantes y ciudadanos esa vocación de policías que, quizá sin saberlo, todos llevamos dentro. Probablemente nunca, excepto en tiempos de guerra, ha habido tal orgía de prohibiciones. Los boletines oficiales, desde el BOE hasta los autonómicos y locales, han echado humo produciendo día, tras día, tras día, nuevas normas que cumplir, nuevas amenazas si no las seguíamos.
El político-policía, amante de gobernar sobre un pueblo sumiso, ha vivido su éxtasis firmando semana tras semana decretos coercitivos con los que impedir que la ciudadanía/rebaño se saliera del redil. También muchos ciudadanos han sentido esa vocación de policía dispuestos a vigilar que el vecino no se salte el último punto del último decreto aprobado.
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Los periódicos publicamos a menudo notas policiales en las que se da cuenta de las denuncias por botellones, fiestas sin mascarilla o violaciones del toque de queda. Parecen muchas, pero si nos paramos a pensar, y teniendo en cuenta que somos un millón de extremeños, 48 millones de españoles, han sido muy pocas las infracciones. Ínfimas, para la cantidad de normas que nos han aplicado. Sea porque tenemos metido el miedo en el cuerpo o porque sentimos un reverencial temor a la autoridad, no nos hemos rebelado. Hemos sido un pueblo muy obediente. Y no sé decirles si esto es bueno o malo.
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