En 1960 Miguel Delibes publicaba uno de los libros más queridos para él 'Viejas historias de Castilla la Vieja', un libro de entrañables relatos en el que el protagonista, Isidoro, ausente de su pueblo durante 48 años volvía a él y rememoraba con nostalgia los ... años pasados allí. Contaba Isidoro que cuando abandonó el pueblo para ir a la ciudad a estudiar bachillerato fue blanco de las burlas de compañeros y profesores que se reían de él por tener cara de pueblo. Hasta el profesor de Matemáticas exasperado por sus respuestas le espetó un día: siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara.

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El cateto o paleto fue durante muchos años motivo de burla o desprecio en la literatura o en el cine. En obras literarias y en películas no solo los de pueblo eran tratados con conmiseración o displicencia, sino también los de provincia. Así, en 'La Regenta' don Álvaro Mesía, el galán de Vetusta, tiene que marcharse a Madrid para cepillarse un poco el provincialismo, y el hombre del casino provinciano machadiano tampoco salía muy bien parado.

En la década de los 60 y 70, cuando oleadas de inmigrantes procedentes de pueblos de Extremadura y Andalucía llegaron a Madrid, Barcelona o Bilbao, surgieron una serie de películas en las que el protagonista solía ser el cateto de pueblo. Aparecía siempre este asombrándose de todo: que los peatones se detenían porque se encendía una luz roja, él preguntaba qué cuando pasaban los de su pueblo; que veía en una revista a señoritas en bikini, a él se le saltaban los ojos de las órbitas; que los soldados le lanzaban piropos a la muchacha que había venido para servir interna, esta se persignaba como si hubiera visto al diablo. Mientras, en las salas de cine las carcajadas hacían avergonzarse a aquellos que se veían reflejados en las pantallas.

Ellos solían aparecer con su boina encajada hasta las cejas, pobladas casi siempre, bajándose de la viajera y llevando una caja de cartón atada con una cuerda con manchas de grasa de los chorizos o tocino del pueblo. Ellas, en cambio, llegaban vestidas con la falda por las rodillas cuando ya la minifalda hacía furor en los guateques.

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Aunque, a decir verdad, en la película el pueblerino acababa siendo querido por todos por su buen corazón y generosidad.

Tuvieron que pasar muchos años para que los de pueblo reivindicáramos nuestra procedencia y nos sintiéramos orgullosos de nuestro origen.

Cuando llegué a Cáceres en los años 80 para estudiar no tuve que sufrir lo que el pobre Isidoro ni disimular que era de pueblo, sencillamente porque el 90% de los estudiantes éramos de pueblo. Hablábamos de mi pueblo con orgullo y contábamos los días que faltaban para las vacaciones de Navidad o Semana Santa para volver a él. Todos queríamos tener pueblo, no importaba que este tuviera 200 habitantes o 25.000 y sentíamos un poquito de pena de los que hablaban de irse a Badajoz o quedarse en Cáceres. No usaban el posesivo porque la ciudad no era suya, en cambio los pueblos eran nuestros.

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Aunque he vuelto a vivir al pueblo no me siento como Isidoro porque nunca me fui del todo. Sin embargo, aquel pueblo de mi niñez, con sus calles empedradas, sus altozanos llenos de niñas jugando a la soga o a la goma, con sus mulas volviendo al atardecer del campo, con sus campanas tocando a fuego en las siestas… ha desaparecido. Ahora pasamos el tiempo mirando series en Netflix, leyendo en el ebook, haciendo compras 'on line'… y no necesitamos sacudirnos el polvo del provincialismo porque las calles ¡ay! han sido asfaltadas. Pero, a pesar de la modernidad el ser de pueblo es como decía el Isidoro un don de Dios y que cuando en España no importe el pueblo del cual eres o procedes, casi todo se habrá acabado ya.

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