Cuentan que un día estaba el ínclito escritor y filósofo Miguel de Unamuno impartiendo una clase cuando pronunció el nombre del poeta y dramaturgo Shakespeare tal y como se escribe.
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Se oyeron risitas por el aula y el ilustre profesor pidió perdón porque creía, dijo, ... que solo hablaba con alumnos españoles, pero viendo que no era así continuaría en inglés. Y ante la cara de pasmo de los alumnos así lo hizo. Esta anécdota me serviría a mí durante muchos años para escudarme en mi nulo conocimiento de la lengua inglesa. Y así, cuando pronunciaba algún término mal, a veces intencionadamente, debo confesarlo, echaba mano de ella y en el momento en que comenzaban las risitas y cuchicheos la soltaba. A los incautos alumnos se les congelaba la risa en los labios temiendo que pudiera terminar la clase en inglés.
Ya digo que tiré de ella algunos años, hasta que me dije que un día algún alumno aventajado que hablara el idioma de la Gran Bretaña me pondría en un brete. Sin embargo, no abandoné la costumbre de decir términos al uso en inglés tal y como se escriben.
Me servía aquello para inculcarles que pronunciar una palabra extranjera tal y como se escribe en español, cuando estoy hablando en esta lengua, no es ningún fallo ni error y que, por lo tanto, no debería mover a risa.
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Esto viene a cuento a que hace unas semanas el candidato a presidir el gobierno de Cataluña pidió perdón por decir Lérida en lugar de Lleida en un discurso en castellano y dijo que había sido un error.
El caso es que desde hace algún tiempo asistimos impertérritos al uso por parte de nuestros políticos, presentadores de televisión e informadores del tiempo de topónimos en catalán o gallego, pero casi nunca en euskera. Así, nuestro arbitrario y caprichoso uso de la lengua nos tiene inmersos en un guirigay lingüístico en el que llueve en Girona (léase Yirona), pero no en Bilbo, hay borrascas en Lleida, pero no en Eivissa o hace buen tiempo en Vitoria-Gasteiz.
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Algunos podrán argüir que existen decretos en los que se establecen que los únicos topónimos oficiales de esas ciudades son los correspondientes a la lengua identitaria de la comunidad.
Naturalmente. De la misma manera que el topónimo de la ciudad del Támesis es London y no Londres y el de la ciudad de los rascacielos es New York y no Nueva York y no por eso usamos los nombres ingleses.
En cuanto a los antropónimos, también somos antojadizos; así Shakespeare siempre es William, pero los miembros de la familia real inglesa (royals que dirían nuestros periodistas) son Guillermo, Carlos o Isabel, eso sí, al pequeño lo llamamos Harry, debe ser por lo díscolo.
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En ningún caso cometemos errores. Al igual que Salvador Illa no cometió ningún error cuando dijo Lérida en lugar de Lleida hablando en español. Aunque no supiese que la forma Lérida es etimológicamente más catalana que el término Lleida, pues la «ll» fue un préstamo del castellano.
Como defendía el insigne profesor, no hay error ni ignorancia si pronuncio como se escribe un extranjerismo, aunque la lengua sea caprichosa y los hablantes más.
Así que la próxima vez que vaya a comprar un iphone, atrévase a decir ipone o ifone y cuando el amable dependiente le sonría benevolente recuerde a Unamuno. Eso sí, asegúrese de que usted habla inglés y de que el vendedor no.
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