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A tu recuerdo me aferro, papá

A tu recuerdo me aferro, papá

APENAS TINTA ·

Martes, 29 de diciembre 2020, 08:20

A mi padre le hubiera gustado que yo fuera cazador. Él lo era, apasionadamente. De todas las maneras de cazar, por la que bebía los vientos era por la de la perdiz con reclamo, el perdigón. Le encantaba cobrar piezas, claro, pero me llamaba la ... atención que para cada una de ellas tuviera su relato: que si una entró por la derecha del perdigón y, cautelosa, estuvo corriendo en círculos entre las encinas un buen rato antes de aprestarse a la pelea; que si la otra, que debía ser joven, entró en cuanto el reclamo se lo propuso; que si esta última venía y se iba, venía y se iba y no se decidió a acercarse hasta que el perdigón empezó a piñonear. El día que mataba cuatro perdices iba a contarlo al casino de mi pueblo, Higuera de Vargas (las redes sociales de entonces), y le hacían corro (los 'me gusta') porque no era lo normal. Lo normal era que matara una, dos. O ninguna, que era casi siempre. La afición por la caza de mi padre era tan conocida y que volviera sin caza tan lo esperado que las niñas de mi pueblo jugaban a chocar alternativamente dos pelotas de goma en la pared al ritmo de la coplilla 'Manolo Tinoco / montao en la moto / fue a cazá / y no trajo na'. Se reía cuando lo oía. Le gustaba. En febrero salía a cazar todas las tardes, hacía el aguardo para él y el repostero para el perdigón con piedras y ramas (no era partidario del aguardo de lona), y cuando lo tenía todo preparado cargaba la escopeta y se sentaba a esperar. En la espera oía el campo («a mí lo que me gusta es oír el campo», decía) y mientras no entraran las perdices se entretenía en hacernos a mi hermano y a mí repiones de encina, los más duros, los mejores. Podía tardar un mes, qué más daba. Con la navaja iba sacando lascas de la madera, despacio, como quien pela una cebolla prieta e infinita, hasta lograr un cono perfecto.

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