A mi padre le hubiera gustado que yo fuera cazador. Él lo era, apasionadamente. De todas las maneras de cazar, por la que bebía los vientos era por la de la perdiz con reclamo, el perdigón. Le encantaba cobrar piezas, claro, pero me llamaba la ... atención que para cada una de ellas tuviera su relato: que si una entró por la derecha del perdigón y, cautelosa, estuvo corriendo en círculos entre las encinas un buen rato antes de aprestarse a la pelea; que si la otra, que debía ser joven, entró en cuanto el reclamo se lo propuso; que si esta última venía y se iba, venía y se iba y no se decidió a acercarse hasta que el perdigón empezó a piñonear. El día que mataba cuatro perdices iba a contarlo al casino de mi pueblo, Higuera de Vargas (las redes sociales de entonces), y le hacían corro (los 'me gusta') porque no era lo normal. Lo normal era que matara una, dos. O ninguna, que era casi siempre. La afición por la caza de mi padre era tan conocida y que volviera sin caza tan lo esperado que las niñas de mi pueblo jugaban a chocar alternativamente dos pelotas de goma en la pared al ritmo de la coplilla 'Manolo Tinoco / montao en la moto / fue a cazá / y no trajo na'. Se reía cuando lo oía. Le gustaba. En febrero salía a cazar todas las tardes, hacía el aguardo para él y el repostero para el perdigón con piedras y ramas (no era partidario del aguardo de lona), y cuando lo tenía todo preparado cargaba la escopeta y se sentaba a esperar. En la espera oía el campo («a mí lo que me gusta es oír el campo», decía) y mientras no entraran las perdices se entretenía en hacernos a mi hermano y a mí repiones de encina, los más duros, los mejores. Podía tardar un mes, qué más daba. Con la navaja iba sacando lascas de la madera, despacio, como quien pela una cebolla prieta e infinita, hasta lograr un cono perfecto.

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Siempre teníamos ocho o diez perdigones en casa, cada uno en su jaula y su nombre en el comedero del jaulón. En mi familia eran animales sagrados: les acolchábamos la jaula, les machacábamos bellotas, les dábamos vitaminas y antibióticos con el agua. Mi padre conocía minuciosamente el carácter de cada uno. Los había valientes y otros menos, unos eran más habladores que otros, daban más o menos conversación en el campo. Y los había que tenían la misteriosa virtud de tapar el tiro, una especie de canto (manejaba un librito que se titulaba 'Los 32 cantos del pájaro perdiz') inmediatamente después del estruendo del disparo. Un canto que venía a decir 'tranquilos que aquí no ha pasado nada', para volver a empezar cuanto antes la ceremonia de la disputa de los machos por las hembras.

Esta semana hemos sabido que 540 animales, la mayoría ciervos y jabalíes, fueron abatidos por 16 cazadores en una finca portuguesa, una matanza organizada por la empresa de Badajoz Monteros de la Cabra y aireada en Facebook como si fuera una hazaña. Cuando se publican noticias sobre gente que sale con escopeta a dar rienda a su gusto por matar animales me acuerdo de mi padre, y de muchos como él, y a su recuerdo me aferro para tratar de entender que no todo aquel que se llama cazador lo es.

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