Hace tiempo que Venezuela ha reemplazado a Cuba como arma política arrojadiza en el ruedo ibérico. Cada cierto tiempo, la derecha la esgrime para atizar a la izquierda. Las más que sospechas de pucherazo del chavismo en las últimas elecciones han sido aprovechadas por el ... PP para poner a Pedro Sánchez en un brete y evidenciar su debilidad parlamentaria, al lograr sacar adelante en el Congreso, con el apoyo del PNV, una proposición no de ley para reconocer como presidente electo de Venezuela al candidato opositor, Edmundo González Urrutia.

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Sánchez se resiste a ese reconocimiento con el argumento de que debe ir de la mano de la UE –aunque no lo hizo en el caso del Estado palestino– y evitar un fiasco como el de 2019, cuando Juan Guaidó fue designado presidente «encargado» del país suramericano y reconocido por una sesentena de países, entre ellos España, sin lograr remover a Nicolás Maduro.

La oposición venezolana cuestiona el resultado oficial de las elecciones presidenciales porque Maduro se niega a publicar las actas. La comunidad internacional exige al mandatario caribeño que las muestre para probar su victoria, pero este se niega, lo que da pábulo a la conjetura del fraude electoral. Sin embargo, resulta incoherente con este argumento reconocer a González sin conocer las actas de la discordia.

Con todo, Sánchez, en un ejercicio más de funambulismo político y diplomático, recibió en la Moncloa a González tras llegar este a España bajo la petición de asilo político y el día después del espaldarazo del Congreso. Eso sí, nuestro presidente se cuidó muy mucho de dejar claro que aquello fue un encuentro «privado» para no soliviantar más a Maduro. Pero Margarita Robles ha hecho saltar por los aires la estratagema de equilibrista de Sánchez al tachar el régimen chavista de dictadura.

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Lo cierto es que si Venezuela no es una dictadura, se le parece mucho, y cada vez más. Hasta ahora, se podría considerar eso que los politólogos llaman un régimen híbrido, que combina características autoritarias con democráticas. En definitiva, una democracia en la forma y una autocracia en el fondo. Sin embargo, de la mano férrea del Stalin bolivariano, Venezuela va camino de degenerar en un régimen totalitario, si no lo es ya. Sigue así los pasos de la Rusia de Putin, la Turquía de Erdogan o la Nicaragua de Daniel Ortega.

Hasta tal punto es así que Maduro ya apenas tiene aliados en la izquierda latinoamericana y europea. Solo un puñado de trasnochados comunistas de camisa vieja y podemitas le apoyan. Hasta EH Bildu ha reculado y ahora le pide que pruebe su victoria presentando las actas. Claro, que el cambio de criterio de los de Otegi hay que leerlo en clave vasca, pues se produce tras apoyar el PNV la propuesta del PP.

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Con todo, Maduro pertenece a una ola populista que amenaza con ahogar de nuevo a Iberoamérica. Unos, como el sucesor de Hugo Chávez y Ortega, con un discurso pseudosocialista con resabios peronistas y otros, como el argentino Milei, el salvodoreño Bukele o el ecuatoriano Noboa, con una mezcolanza de ideas ultraliberales, ultraconservadoras y punitivistas aliñada con una retórica antisistema. Sea como fuere, todos ellos utilizan la ideología como opio o cocaína del pueblo, según les interese adormecerlo o excitarlo; solo les mueve la ambición de poder. Todos ellos son versiones actualizadas de Tirano Banderas y amenazan con reabrir las venas de América Latina.

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