El PSOE y el PP se han esforzado este fin de semana en proyectar una imagen de prietas las filas en un trance histórico singular marcado por los pactos de Pedro Sánchez con el independentismo, con dos convocatorias casi simétricas –una convención política en el ... caso del primero y una reunión interparlamentaria, en el segundo–, separados por el puñado de kilómetros que distan entre La Coruña y Orense y, por lo tanto, lanzando un mensaje elocuente. Que no es otro que el de la determinación de ambos de extender desde ya su enconada pugna, prolongada desde el ajustado escrutinio del 23-J y llevada al límite por la tramitación de la amnistía, al ciclo electoral que comenzará el 18 de febrero en Galicia, continuará en primavera en el País Vasco, seguirá el 9 de junio con las europeas y puede que se remate con unas catalanas adelantadas. Tanto el presidente Sánchez como Alberto Núñez Feijóo efectúan una lectura de los últimos comicios generales por la que se atribuyen la legitimidad exclusiva de su resultado: el líder socialista reivindicando las autodeclaradas bondades de sus acuerdos con el soberanismo como instrumento para «unir España», obviando que esas alianzas fueron orilladas en la campaña electoral y que el PSOE ya no es la fuerza más votada del país; y el jefe de filas de los populares haciéndose fuerte en su condición de primer partido en las urnas con una potente hegemonía en el Senado y en el mapa autonómico, pero sorteando también –o relegándolo por la vía de volver a apelar a la concentración del voto útil– los condicionantes que le suponen sus nexos con Vox.
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Es poco menos que irremediable, con una polarización sin respiro, que la cadena de nuevos desafíos electorales no sea asumida por unos y otros –y por extensión, por sus socios y rivales– como una suerte de reválida del 28-M y del 23-J; y que las gallegas, en tanto que primer hito, se trasvistan de duelo político nacional. Pero ni los votantes de esa comunidad deberían ser sujetos pasivos de una campaña que subordine sus anhelos y preocupaciones ni los partidos deberían concebir la legislatura española como un pulso infinito que acabe ahogando entendimientos de Estado y más transversales. El tercer mandato de Sánchez ha empezado tan candente que sus protagonistas corren el riesgo de extenuar a la ciudadanía en disputas que impidan cualquier consenso. Como el que debería cuajar sobre los déficits de nuestro sistema educativo evitando anuncios de Gobierno en actos partidarios.
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