No se puede esperar que un individuo florezca en una tierra árida; la salud mental necesita suelo fértil». Bessel van der Kolk
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Aturdida estoy, sueño ... una noche sí, y otra también, con la danza del Cortisol. Este me persigue con un enorme y atronador tambor mientras Dopamina me arrastra de festival en festival y Serotonina intenta darme una tila. Desde lo alto, mi persona vitamina estira con fuerza mi corteza prefrontal, que se acorta cuan sueldo a fin de mes. ¡Despierto hecha unos zorros!
Preocupante es la narrativa neoliberal que promueve la idea de que el desarrollo personal depende de nuestra actitud, de nuestros hábitos, y hasta de nuestra capacidad para gestionar las emociones; porque esta visión, lejos de favorecer, genera frustración y culpa en quienes, pese a sus esfuerzos, no lo logran, y exime de responsabilidad a la sociedad y al Estado, dejando a las personas solas frente a leones que los otros alimentaron.
Ni somos los únicos arquitectos de nuestro bienestar, ni el equilibrio emocional es responsabilidad de un acto de voluntad en el que cada cual se erige como único constructor. La salud mental es un problema de todos y es un problema que exige un abordaje distinto de inmediato.
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Según el Informe Anual del Sistema Nacional de Salud 2023, el 34% de la población española padece algún trastorno emocional o psicológico, porcentaje que se incrementa a medida que aumenta la edad de la población estudiada. Y según un informe de Unicef España, el 41,1% de los adolescentes entre 13 y 18 años manifestó haber tenido un problema de salud mental, sin que el 51,4% solicitara ayuda. España es uno de los países con mayor consumo de ansiolíticos y antidepresivos en la UE. Paradójicamente, el gasto público en salud mental es del 5% del presupuesto sanitario.
Cifras alarmantes que nos hacen reflexionar y que indican la importancia de no caer en soluciones reduccionistas, ni en diluir la frontera entre enfermedad mental y gestión emocional. Las enfermedades mentales tienen bases biológicas y requieren abordajes médicos y terapéuticos especializados y no discursos de autoyuda, que no respetan limites y se autovalidan como ciencia.
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Desde luego, ni el amor ni el trabajo son brebajes curalotodo que garantizan el sentido de la vida. Sin embargo, no quito valor al manejo de sentimientos y a los hábitos saludables como herramientas personales que generan mayor fortaleza individual. Imprescindible me parece, por ello, la educación emocional. Pero esta ha sido, y sigue siendo, la gran ausente en nuestra sociedad.
El desconocimiento sobre las emociones tiene un impacto profundo, condicionando nuestras vidas y, cómo no, nuestra salud.
Aprender a manejar nuestras emociones no significa convertirnos en autómatas de la positividad, sino comprender que nuestras reacciones pueden modularse. Un adecuado control no borra los problemas, pero evita que nos ahoguemos en ellos; nos ayuda a afrontar conflictos sin que el miedo nos paralice, a sostener la frustración sin que derive en abandono y a poner palabras donde antes solo había rabia o silencio.
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La gestión emocional es una herramienta valiosa, pero no debe utilizarse como excusa para desentendernos de las raíces estructurales del malestar. Si queremos una sociedad más saludable, necesitamos tanto responsabilidad individual como un compromiso colectivo y gubernamental que transforme la forma en que entendemos y atendemos la salud mental.
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