Finalmente, tampoco el coronavirus ha podido con nosotros. Gracias a las vacunas y a las mascarillas lo hemos superado sin demasiado daño, sin los millones ... de muertos que sin ellas se habrían producido. Para bien y para mal, otra vez la inteligencia y la asombrosa capacidad de superación del hombre nos llenan de optimismo, aunque al mismo tiempo nos confirman que estamos solos en el centro del mundo, envueltos en el Gran Silencio y en la soledad cósmica, y que nadie vendrá a ayudarnos desde el pozo negro y vacío del espacio si algún día se presentara el Gran Virus que algunos científicos auguran, del que el SARS-CoV-2 sólo habría sido un emisario.
Y prueba de que consideramos superada la pandemia es que ya bromeamos sobre ella. Una amiga vacunada, que se había contagiado y no mostraba síntomas ni malestar, me dijo por teléfono: «Bueno, por lo menos espero que me quede como secuela la pérdida del sabor, porque así tendré menos apetito y no tendré que esforzarme por mantener la línea».
Por mantener la línea del cuerpo... y la del rostro, ya sin mascarilla, que tras dos años de uso cotidiano, colgada en el perchero de la entrada, junto al sombrero, el bolso o el abrigo, o en los bolsillos, o en la guantera del coche, ahora comenzará a ser olvidada. La mascarilla, el pañuelo de polipropileno que sólo habíamos visto en la consulta de nuestra dentista, quedará para la historia como el mejor símbolo de la lucha contra el virus. ¡Qué habría sido del millón de extremeños sin los veinte millones de mascarillas usadas durante este tiempo!
La mascarilla es ya la 'imago mundi' de la pandemia, porque en el olvido han quedado los guantes, que al principio nos parecían imprescindibles, pero resultaron contraproducentes incluso antes de que hubiéramos aprendido a ponérnoslos y a quitárnoslos sin tocar el exterior. En el olvido han quedado los aplausos en los balcones a las ocho de la tarde, las calles desiertas y el sonido de las ambulancias. En el olvido el uso de la llave para apretar los botones de los ascensores y de los semáforos. En el olvido las horas pedaleando en las bicicletas estáticas de las terrazas; los drones cuadricópteros con cámaras para controlar las posibles aglomeraciones; los coches en la calle cubiertos con una funda transparente como las que se usan en la playa para protegerlos de la arena y del salitre, aunque aquí era para impedir que alguien contagiado tocara las manillas; el cambio de acera cuando nos cruzábamos con alguien, porque en una ocasión no pude esquivar a un corredor enorme, como de dos metros y ciento veinte kilos, que al resoplar a mi lado me envió un hálito de saliva como el de una ballena.
Nos destapamos el rostro de mascarillas y a otros también les destapan los negocios que hicieron traficando con ellas cuando más las necesitábamos, puesto que el Estado no dispone de un organismo para contratar que se active en situaciones de emergencia. Mientras blindábamos nuestras casas y las hacíamos infranqueables a base de estropajo y lejía, otros blindaban sus cuentas bancarias en Holanda y brindaban por comisiones millonarias, que gastaban en coches y en barcos de lujo. Mientras los médicos y enfermeras y personal sanitario se jugaban la vida, los conseguidores Luceño & Medina, Medina & Luceño, águilas de los negocios, empresarios con gran experiencia en material sanitario y polipropilenos, en suministros de asepsia y desinfecciones, grandes conocedores de los mercados del Índico, conscientes de que las batas no se compran en las boutiques ni las mascarillas en las tiendas de disfraces, jugaban en bolsa en un ejercicio de rapacidad insoportable.
Intermediarios entre la administración y la empresa, aunque sólo tuvieran intereses empresariales y compromisos con la caja registradora, los dos compinches celebraron su éxito por wasap con un brindis castizo y cazurro: «¡Pa la saca!».
Ignoro si es legal o ilegal lo que han hecho Medina & Luceño, Luceño & Medina para embolsarse seis millones de euros en comisiones, quizá aprovechando la angustia y las prisas de los gestores de la sanidad por conseguir cuanto antes el material necesario. Provoca tanta grima el asunto que da una infinita pereza calzarse las katiuskas para indagar en el barro, para acudir a la diosa información a conocer los detalles de sus operaciones. Pero supongo que finalmente no pasará nada. En 'Papá Goriot', la novela de Balzac, Vautrin, un personaje sin escrúpulos ni pelos en la lengua, le aconseja al joven Eugene de Rastignac sobre los modos de enriquecerse sin reparar en los medios: «He ahí la vida tal como es. Esto no es más hermoso que la cocina; huele igual que ella; hay que ensuciarse las manos si uno quiere cocinar; sabed solamente lavaros bien».
Después de comerciar con mascarillas, guantes y material sanitario, sin duda Luceño & Medina conocen la importancia de la asepsia. Como recordarán los lectores de Balzac, Vautrin terminó como jefe de la policía de París.
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