He ahí que tras años de negarme a ello, he vuelto a caer en la lectura compulsiva. De repente me veo mirando libros que ya ... he leído. ¿Esto es explicable? La vida empezó con las novelitas tontas de Marcial Lafuente Estefanía, que ya han pasado al olvido; pero un día apareció un libro de Salgari y aquello fue otra cosa. Tras él vino Edmundo d'Amicis, 'Corazón', y un aluvión de lecturas que lo inundó todo. En la academia Santo Tomás de Aquino de Salamanca, un profesor, cuyo nombre no recuerdo, nos dijo: «Vosotros seréis médicos, maestros, ingenieros o abogados. Pero no olvidéis una cosa: antes que cualquiera de esas profesiones sois, y seréis, lectores». Ahí está el quid. La vida leyendo. Desde Berceo hasta toda la literatura de posguerra, nos echamos para el coleto el tuétano, el meollo, el corpus de la Literatura Española, que se dice pronto. ¿Leyó usted a Vicente Espinel o a Serafín Estébanez Calderón? Pues sí señor, los leí. ¿Ha leído usted los últimos premios Planeta, Nadal o Pulitzer? Pues no, ni pienso. Teatro, poesía y narrativa, todos de posguerra y hasta aquí hemos llegado. A Sonsoles Ónega, que la lea su tía, con mis respetos. Pero claro, mira uno los anaqueles y allí Gonzalo Torrente Ballester me hace un guiño tras sus gafotas de culo de vaso. Me acerco un poco y ya me está llamandonuestro padre Miguel de Unamuno, que vuelve a meterme en el alma el «sentimiento trágico de la vida». Esto no hay quien lo aguante. Ayer mismo, me di una vuelta por las estanterías y aparecieron en mis manos ¡otra vez! las 'Meditaciones' del emperador. Lo de Marco Aurelio no tiene nombre. ¿Cómo es posible que, en aquella marabunta del imperio, pudiera él retirarse a su tienda a escribir ese libro maravilloso? Lo tengo sobre la mesa un día sí y otro también, y lo abro de vez en cuando. «No te quejes de tu suerte presente ni temas la futura». Buenas ganas. Toda la vida oyendo las recomendaciones del emperador y no hay manera. Me enfado, me solivianto, me deprimo, me pongo iracundo… ¿Por qué no soy un estoico como Dios manda? En fin, paciencia. Me sosiega mi insustituible amigo Miguel Delibes. Hace nada, he leído por enésima vez las cosas de Juan Gualberto el Barbas en las «'Viejas historias de Castilla la Vieja'. «¿Ese don José Ortega era una buena escopeta, jefe?». «Era una buena pluma». «¡Bah!». Juan Gualberto el Barbas no deja de tener razón. Y venga títulos ¿No les digo? Lectura compulsiva. El niño me acaba de traer un librito que ha encontrado no sé dónde, 'Relatos de caza' de mi reciente amigo fallecido Mariano Aguayo. Lo leo de un tirón y disfruto enormemente con la prosa cordobesa de aquel artista de las letras, los cuadros y las esculturas. Esto no hay quien lo detenga. Ahí está ese libro que me acaba de enviar mi amigo Cesáreo Martínez: 'La perdiz española. Historia de la Alectoris Rufa' en el que colaboro con un capítulo. ¿Cómo no leerlo? A ver, a ver…
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