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El pasado domingo, Eugenio Fuentes dedicaba su artículo quincenal a contar su experiencia como receptor de la vacuna contra la covid-19. Pido indulgencia al lector porque, sin poder resistir la tentación, también me propongo escribir de lo mismo. Igual que el estupendo escritor montehermoseño, ... alrededor de la una de la tarde del jueves recibí una llamada de, como él dice, «un número de esos largos». Era de Salud Pública y me preguntaban si quería vacunarme. Me sorprendió porque, por mi edad, calculaba que no me vacunaría hasta el verano, como mínimo. Pero era verdad: si quería, podía vacunarme esa misma tarde. Antes de las cuatro estaba en la puerta del Área de Docencia del Hospital Universitario de Badajoz. Hacían cola alrededor de una decena de personas. Esperamos unos minutos, la cola fue haciéndose cada vez más grande y, después, fuimos entrando conforme nos iban llamando por nuestros nombres.
Reconozco que me molestó que quien organizaba la vacunación no hubiera tenido en cuenta el orden de llegada, de manera que vi pasar ante mí a algunos que estaban por detrás, pero después, cuando me tocó el turno, cuando rellené la ficha y me senté en una de las butacas del aulario del hospital esperando la vacuna, me sentí mezquino por haberme molestado por tan poca cosa. Qué estúpido puedo llegar a ser: un resquemor infantil sobre el orden de la cola estuvo a punto de echar a perder el disfrute de uno de los momentos más importantes y afortunados de mi vida. Porque, aunque ni he padecido el coronavirus ni nadie de mi familia, a pesar de que alguno se contagió, ha sufrido consecuencias graves, nada de eso disminuye el convencimiento de ser un privilegiado al ser vacunado. Yo estaba allí sentado, oía cómo la enfermera preguntaba si alguno de los que estábamos teníamos problemas de coagulación; nos informaba de que tendríamos que permanecer en el mismo sitio 15 o 20 minutos para vigilar posibles reacciones adversas; la veía cómo preparaba las jeringuillas de la vacuna y cómo, finalmente, iba de un brazo a otro hasta llegar al mío, inyectando la primera dosis de la vacuna. Podía asistir a ese sencillo proceso bajo el influjo del enfado tonto a cuenta del orden de llamada o hacerlo como quien está oyendo llover. O también pendiente de si duele o no el pinchazo, que parecía ser, a tenor de los comentarios, lo que más nos interesaba. Pero yo creo que acerté al interpretar que lo que aquella enfermera hacía con tanta delicadeza era cubrir el último metro antes de la meta de la esforzada carrera cubierta por cientos de científicos de todo el mundo desde que China poco más de un año antes, distribuyó el genoma del SARS-CoV-2, para que yo, un ciudadano común, pudiera ser inmune a la peor calamidad pública que he vivido. Yo soy la meta. Salvarme a mí –es decir, salvar a la gente como yo o como usted: a todos nosotros, cada uno con nuestros nombres y apellidos– es el objetivo de uno de los mayores esfuerzos científicos de la Historia. Eso es vacunarse. ¡Como para no salir del Universitario sintiéndome un privilegiado!
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