Esta semana hemos conocido que se quiere hacer política con el cronómetro en la mano. Ya saben la polémica suscitada por los 50 segundos que ... los reyes de España tuvieron que esperar en el interior del vehículo oficial hasta que Pedro Sánchez se incorporó a la comitiva de recibimiento del 12 de octubre. El protocolo no es cosa menor. Resuelve con criterios inapelables muchos problemas en momentos donde en otro caso se desataría el caos por acumulación de egos. Pone orden y, de paso, a cada uno en su sitio. Sin protocolo viviríamos peor. Y es posible que en la época medieval a alguien le hubieran cortado la cabeza. Pero parece excesivo trascender más allá la anécdota del desfile de la Hispanidad y analizar la supuesta dimensión política del gesto, salvo que ya estemos dispuestos a emplear cualquier calderilla de la actualidad para desgastarnos. Sería más sensato pensar que los abucheos a un presidente elegido son muestra de la libertad de expresión de la que por fortuna disfrutamos, y, por tanto, deberían ser encajables, aunque sabiendo que cuando se va más allá y se insulta se pierde la educación y la razón.
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Y no digo que unos pocos segundos en otras circunstancias no sean importantes. Los hay trascendentales, que marcan la línea entre la vida y la muerte, perdonen la crudeza. Me refiero a que esta semana también se habló mucho de unidades de tiempo en el juicio por el accidente de tren de Santiago, donde el ex jefe de seguridad de Adif ha declarado que el maquinista debería haber frenado cuatro segundos antes. Con cuatro segundos 80 vidas no se habrían perdido.
Resulta extraño pensar que el tiempo que se emplea en leer unas pocas frases de este artículo puede salvar a tantas personas, y de paso aliviar a las familias que han padecido su pérdida. También se ha acreditado que el conductor del Alvia no frenó cuando correspondía porque habló exactamente 100 segundos por el teléfono móvil anticipando una gestión del viaje que estaba a su cargo. Por la mitad de ese tiempo, este país casi entra en pánico.
Por casualidad, hace unos días supe de alguien que no tomó por muy poco uno de los trenes de cercanía que explotaron el 11-M en Madrid, y se subió al posterior. Y con el paso del tiempo, uno va echando en falta otros segundos que son realmente los importantes. Por ejemplo, los que separaban encontrar a primera hora de la mañana abierta o cerrada la puerta del colegio cuando llevabas a tu hijo de la mano, circunstancia que no solo marcaba el devenir del nuevo día, sino que suponía triunfar o fracasar en las tareas de progenitor aplicado. Esa adrenalina de las pequeñas cosas que en definitiva son las que al cabo se recuerdan con nostalgia y sobre las que se sustenta todo esto.
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También me viene a la cabeza 'Soldados de Salamina', la novela de Javier Cercas, que es en realidad la historia de lo que significan unos pocos segundos, los que estuvieron mirándose el falangista Sánchez Mazas y el soldado republicano que decidió no dispararle y perdonarle la vida. Ese breve instante, que para sus protagonistas resultó eterno, explica a la perfección mucho de lo que puede ser la condición humana y de lo que debería inspirar la convivencia de un país.
Es mejor pensar antes que disparar, aunque sea dialécticamente, y no hacer una montaña de arena ni numeritos como el de Vox en el Congreso sobre episodios minúsculos como el del desfile militar que nos desvían de lo verdaderamente importante. Por ejemplo, que España está incrementando de forma significativa sus presupuestos de Defensa por la nueva geopolítica donde el componente bélico vuelve a ser prioritario. Nos reíamos de Trump cuando nos abroncaba por no cumplir con nuestros compromisos económicos con la OTAN, y ahora nos apresuramos a aumentar como necesidad este tipo de gasto.
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