Llevo unos días perplejo. Ha sido decir la Consejería de Educación que este año el curso empezará el 6 de septiembre, es decir, antes que otros años, y ponerse furiosos algunos sindicatos. Tanto que CSIF está rellenando los papeles necesarios para convocar una huelga antes ... de que acabe este curso y que, junto con el sindicato ANPE, ha pedido «el cese inmediato» de la consejera de Educación Esther Gutiérrez, de la que dicen que practica un «reiterado menosprecio» hacia el profesorado. Al parecer, «la gota que colma el vaso» de ese menosprecio ha sido su decisión de adelantar el inicio de las clases, que tradicionalmente han empezado después del Día de Extremadura.
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Admito que mi perplejidad parte de que no soy capaz de entender a estos sindicatos. Entiendo sin dificultad que estén enfadados con la consejera (¿qué empleado está contento con su jefe?); o que crean que hay razones suficientes, después de siete años en el cargo, para que sea destituida o para declararle una huelga general. Lo entiendo sin problema. Lo que no entiendo es que el hecho de que el próximo curso empiece unos días antes que otros años, aunque no suponga más días lectivos, sea motivo suficiente para pedir su dimisión o para convocar una huelga.
No los entiendo, no sé en qué mundo viven, porque no parecen ser conscientes de que esta convocatoria y el motivo que la sustenta ahonda en el lado más negativo de la imagen instalada en la sociedad (con razón o no da lo mismo a estos efectos) de que los enseñantes, además de tener más vacaciones que nadie, quieren echar un pulso a su empleador sobre cómo y cuándo trabajar.
Si yo fuera enseñante contaría hasta diez antes de plantear una protesta que fuera recibida por los ciudadanos como un motivo más para que se me viera como integrante de un colectivo privilegiado. Y no les quepa duda de que así se les ve, aunque esa visión sea injusta. La crisis del 2008 y ahora la de la covid ha tenido efectos indeseables de distinta índole. Uno de ellos ha sido que se han ahondado las diferencias entre los trabajadores públicos –la mayoría de los enseñantes lo son– y los privados. Los trabajadores de las empresas privadas han salido más malparados que los de las administraciones públicas. No se trata solo de los salarios, que también, sino de los derechos, vapuleados en todos los casos, pero más en el sector privado, donde el temor al despido o a que cierre la empresa es una losa que ejerce de freno ante cualquier protesta, por justificada que esté. El ejercicio de la huelga es un indicador suficientemente expresivo de cómo están los derechos laborales en unos y otros. Miren alrededor: ¿quién se pone hoy día en huelga?
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No sé si los dirigentes del CSIF terminarán convocando la huelga que han anunciado. Ojalá no lo hagan. Aunque se cumplieran todos sus objetivos –un cien por cien de seguimiento, que el curso empezara más tarde del 6 de septiembre y, ya puestos, que Esther Gutiérrez dimitiera– podrían perder, sin embargo, un bien que no se mide ni se pesa, pero que vale: el de ser entendidos y el de ser tenidos por habitantes del mismo mundo que el resto de los mortales.
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