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Dicen que las desgracias nunca vienen solas. Que se lo digan a los turcos y sobre todo a los sirios. Por si estos últimos no tuvieran ya bastante con la cruenta guerra civil que sufren desde 2011, desde la marchita primavera árabe, el pasado lunes, ... 6 de febrero, el suelo se les hundió literalmente bajo los pies.
Igual mala suerte corrieron al otro lado de la frontera, en el sur y centro de una Turquía cada vez menos democrática y más autocrática de la férrea mano del islamista Recep Tayyip Erdoğan, que sigue los pasos marciales de su amigo Vladímir Putin, con el que no tiene empacho en coquetear y hacer negocios –el 16 de enero, ambos hablaron de convertir a la república fundada por Atatürk en un centro regional para la distribución del gas natural de Rusia–, pese a la invasión rusa de Ucrania y la pertenencia turca a la OTAN. Esto no es óbice para que, en un ejercicio que es el colmo del funambulismo diplomático, el sultán otomano apoye con mucho más que palabras a facciones que combaten contra el Ejecutivo sirio de Bashar al-Ásad, que a su vez es respaldado por Moscú, amén de por Irán y grupos terroristas chiíes como Hezbolá. Porque la de Siria es lo que en la jerga bélica se llama guerra subsidiaria o por delegación, en la que dos o más potencias utilizan a terceros como sustitutos, en vez de enfrentarse directamente. En el caso sirio, distintos bandos insurgentes también están ayudados por Estados Unidos, Arabia Saudí y otras monarquías suníes del golfo Pérsico. Este conflicto, junto al de Ucrania y otros olvidados de África, son capítulos de esa «tercera guerra mundial a trozos» que según el papa Francisco estamos viviendo en nuestros tiempos claroscuros.
Todo este confuso juego de tronos explica que Siria no esté recibiendo la misma ayuda internacional que Turquía, al primar los intereses geopolíticos sobre los humanitarios. Y es que, además de sobre una falla geológica, Turquía y Siria se ubican sobre una falla geopolítica, Oriente Medio, donde a lo largo de la historia se han sucedido terremotos geoestratégicos tan violentos como los que han sacudido esta semana al país otomano y al árabe.
No obstante, también dicen que no hay mal que por bien no venga, y el mortífero movimiento telúrico puede provocar un seísmo sociopolítico en Turquía que tumbe el Gobierno de Erdoğan y otro en Siria que dé la puntilla a su rais. También puede ocurrir lo contrario, que los torne aún más represivos y acabe reforzando su omnímodo y omnívoro poder. En Siria ya ocurrió con la mentada primavera árabe. Mas en Turquía hay una creciente ola de malestar contra el mandatario a escasos meses de las elecciones del 14 de mayo que amenaza con convertirse en un tsunami. Arrecian las críticas a Erdoğan tanto por no haber tomado las suficientes medidas preventivas que hubieran mitigado el impacto de la catástrofe, como por la nefasta gestión de los rescates de supervivientes bajo los escombros y la ineficaz ayuda dada a las víctimas. «Estamos ante un colapso del sistema. El Gobierno ha sido incapaz de dar una respuesta de emergencia efectiva. No ha discriminado entre zonas islamistas y opositoras, el desastre es general», lamentaba un diputado opositor kurdo ante el compañero Mikel Ayestaran.
No hay mayor detonante de la revolución que la desesperación. Cuando el pueblo no tiene nada que perder porque lo ha perdido todo, pierde también el miedo.
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